En contra de lo que nos tiene acostumbrados la cien­cia ficción, donde el futuro está poblado de motivos innovadores y extraños, en Gattaca nos zambullimos en una escenografía de época.

Pongamos que un gi­tano de origen belga cre­ce en un campamento a las afueras de París, sin juegos infantiles, sin casa, en el se­no de una tribu de creencias me­dievales y con una gran desconfian­za en la ciencia moderna. Le atrae la guitarra. Sigamos suponiendo que a los dieciocho años, recién casado, se incendia su ca­ravana con ellos dentro. Pierde el meñique y el anu­lar de la mano izquierda. Al cabo de un año recupera la movilidad en las piernas pero los médicos auguran que jamás podrá volver a tocar. A los pocos años se convierte en el mejor guitarrista del siglo veinte.

Es la historia real de Django Reinhardt, y es emocio­nan­te escuchar su Nuages como un velado homena­je que Andrew Niccol (Simone, El señor de la guerra) realiza en el primer acto de Ga­tta­ca. La canción se escucha cuando los protagonistas, Ethan Hawke y Jude Law, acuden a un restaurante de lujo para urdir su trama.

El primero, Vincent, es un degenerado, un no-válido. Un hijo de Dios en palabras de Uma Thurman, conce­bi­do por amor y que aspira a lo imposible. Sueña con su­bir a las estrellas. En cambio el segundo, Eugene, es un hombre perfecto creado mediante ingeniería genética, llamado a liderar las misiones espaciales de la Ga­tta­ca Corporation. Pero un accidente trunca su carrera dejándole paralítico.

Hay en esta cinta mucho de superación personal, de ca­pacidad de la voluntad para obtener el éxito, de sue­ño americano. Pero no es el tema central. Vincent pal­pa a diario sus propios límites y desea, más que nada en el mundo, averiguar qué se esconde tras de ellos.

La genética tiene una presencia muy poderosa en es­ta historia. La escalera de caracol de la casa del protagonista recuerda el helicoide del ADN. El propio títu­lo de la película está confeccionado con las iniciales de los componentes que forman el genoma. El sig­ni­fi­ca­do etimológico de Eugene sugiere que es el bien naci­do.

Y es que la opera prima del director y guionista neo­ze­landés tiene un altísimo nivel de referencias, paradojas y metáforas. Un ejemplo es el título con el que ini­cialmente fue bautizado el guion: El octavo día, co­mo un modo de aludir al día después de la creación, protagonizado por la especie humana.

También hay multitud de referencias a lo perfecto: la pulcritud extrema de personajes, objetos y entornos, o la gran variedad de círculos y esferas que saturan prác­ticamente todos los planos, especialmente en la se­de central de la estación espacial, el Marin County Ci­vic Center. El edificio en cuestión es la obra póstuma del genial Frank Lloyd Wright, quien sostenía que «el ar­quitecto debe ser un profeta en el verdadero sentido del término, si no es capaz de ver con diez años de an­ticipación no se le puede llamar arquitecto». El propio arquitecto, que tuvo que rehacer su centenaria vi­da tres veces después de que sendos incendios aca­baran sucesivamente con su casa, se definía a sí mis­mo no como el mejor arquitecto vivo, sino como «el mejor que jamás haya existido».

La perfección. Y sin embargo Niccol aporta una mirada crepuscular sobre este futuro no muy lejano. Toda una producción dibujada hasta el detalle con un catá­lo­go de objetos de los años cincuenta y sesenta.

En contra de lo que nos tiene acostumbrados la cien­cia ficción, donde el futuro está poblado de motivos innovadores y extraños, aquí nos zambullimos en una escenografía de época. Modelos antiguos de Studebaker, Rover, Citroën o Buick, pantallas de ordenador obsoletas, locales de ocio avant garde, junto con to­da una colección de trajes intemporales. Y sobre todo la arquitectura del genio americano que hace más de medio siglo fue moderna. Un decorado que el direc­tor de fotografía Slawomir Idziak supo acentuar con su paleta de saturado amarillo, hasta convertir las imá­genes en postales olvidadas.

Aquí el progreso no es reverenciado como un dios, por­que a veces la técnica también produce monstruos. Sí que hay, en cambio, una gran confianza en el hombre: sus intuiciones, sus presentimientos, su anhelo de un futuro mejor. Miramos más allá de los límites por­que queremos conocer nuestro yo más íntimo, nues­tra verdad. Dice Eugene en un primer borrador del guión: «Por Dios, ¿qué no harás para irte del planeta?». Y Vincent, cerrando el último acto, reflexiona: «Dicen que todos los átomos de nuestros cuerpos formaron par­te alguna vez de una estrella. Quizás no me estoy yen­do, quizás estoy volviendo a casa».

Volar al futuro debería ser precisamente eso: un via­je al centro del hombre. Quizás en nuestro origen perdimos parte de nuestra felicidad y la buscamos con nos­talgia. Pero es en el futuro donde volveremos a toparnos con ella. Es aquello que cantaba Antonio Vega en uno de sus temas: «Historia universal, dime cómo era el mundo al empezar. Yo partí buscando vecindad».

O aquello que escribió el recientemente fallecido filósofo Leonardo Polo: «La nostalgia es un sentimiento cer­cano a la tristeza, y por eso un poco negativo, con el cual el hombre se refiere al pasado con preferencia y lamentando que ya no sea. Pero es más valiosa la nostalgia del futuro».

Arturo Peris

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