Cine y alrededores: Cuentos de cine (parte I)

· Cuentos de cine (parte I) | La singular estimación de los escritores por el ci­ne se traduce en ocasiones en obra literaria, y buen ejem­plo de ello son los cuentos, cuentos de cine.

Es bien conocido el interés que el cine ha mostra­do siem­pre por el universo literario y bien conocidos son tam­bién los frutos de este interés. Más des­conocida, aun­que no menos transitada, es, sin em­bargo, la incli­na­ción y admiración de la literatu­ra por el cine, y más desconocidos también sus abun­dantes frutos.

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La singular estimación de los escritores por el ci­ne se traduce en ocasiones en obra literaria, y buen ejem­plo de ello son los cuentos, cuentos de cine, cuen­tos so­bre el cine.

Confiesa Mario Benedetti en Los viudos de Margaret Su­­llavan que uno de los pocos nombres reales que apa­re­­cen en sus primeros cuentos es el de esta ac­triz es­ta­do­unidense. La razón, afirma, es sencilla: «Es ine­vitable que en la adolescencia uno se enamo­re de una ac­triz, y ese enamoramiento suele ser definitorio y tam­bién formativo. Una actriz de cine no es exactamente una mu­jer, más bien es una imagen. Y a esa edad uno tiende, co­mo primera tentati­va, a enamorar­se de imágenes de mu­jer antes que de mujeres de car­ne y hueso». Y, prosi­gue, uno se de­ja soñar, porque no se corre mayor ries­go, ya que la imagen por lo general está lejos, en un Ho­­llywood o una Cinecittá inal­­can­zables.

Aunque los hay que persisten en la obsesión pasada la adolescencia. Tal es el caso de Guillermo Grant -protagonista de Miss Dorothy Phillips, mi esposa, relato del es­critor Horacio Quiroga-, que decide embarcarse en un viaje a Los Angeles con la in­tención de conquistar a la actriz de sus sueños. «Yo -confiesa Grant– pertenez­co al grupo de los pobres diablos que salen noche a no­che del cinemató­gra­fo enamorados de una estrella».

A veces, sin embargo, el desenlace puede llegar a ser trágico, sobremanera cuando los personajes con­fun­den la ficción con la realidad. Así ocurre en Po­lar, es­trella, cuento vanguardista de Francisco Aya­la (homenaje a la actriz sueca Greta Garbo) en el que el pro­tagonista no es capaz de soportar las in­fidelidades de la actriz en la pantalla. Otro tanto le sucede al protagonista de Cine Prado, relato de la escritora Elena Po­niatowska, que acabará desga­rran­do la pantalla al cla­var un cuchillo en el pecho de la actriz Françoise Ar­noul.

Una imagen llena de vida

En otros cuentos son las espectadoras las ofusca­das. En el relato de Vicente Blasco Ibáñez titula­do El rey de las praderas, Mine Graven, una joven ame­ricana millonaria empecinada en casarse con un hom­bre célebre, cae en el error de identificar al per­sonaje (el rey de las praderas, cowboy de las llanuras del Sur de los Es­­tados Unidos, aventurero y hé­roe) con el hombre (Lio­nel Gould, un muchacho sim­ple y bueno que no es ca­­paz de defenderla). Aun­que en esta ocasión la peor par­te se la lleva Lio­nel.

Todos estos personajes persiguen de cine en cine, un día y otro, una imagen llena de vida, y la proyección se convierte en una cita entre amantes.

También la anciana vendedora de hortalizas de La vie­ja del cinema, de Blasco Ibáñez, persigue una ima­gen. Una noche entra en el cine a ver una película que re­sulta incluir material documental rodado en los frentes de la Primera Guerra Mundial. En una de las escenas, en el interior de una trinchera, se ve a un soldado pues­to de espaldas al público escri­bien­do una carta so­bre sus rodillas. Poco a poco, vuel­ve la cabeza y sonríe. Es el nieto de la anciana, muer­to en combate: «¡Alberto!… ¡Pequeño mío!… Soy yo, tu abuela; ¿no me re­conoces?… Vendré a ver­te todas las noches. ¡Todas las noches!». Pero no to­da la familia reacciona del mis­mo modo. El relato es una interesante reflexión sobre las distintas maneras de enfrentarse al recuerdo vivo.

Cuentos de cine: «Nunca hasta hoy la literatura…»

De la misma idea parte El puritano, de Horacio Qui­ro­ga, para introducirse en lo fantástico. El narrador, es­pectro de un actor difunto, afirma: «Nunca has­ta hoy la literatura ha sacado todo el partido po­sible de la tremenda situación entablada cuando un esposo, un hi­jo, una madre, tornan a ver en la pan­talla, palpitan­te de vida, al ser querido que perdie­ron».

Pero, ¿qué ocurre cuando es a la inversa? Es decir, cuan­­­do la actriz fallecida ve desde la pantalla al ser que­­rido observándola desde la butaca, cuando ve allí, por fin rendido, al hombre que en vida se había re­sis­ti­do una y otra vez a sus encantos.

En estas situaciones, impulsados por el amor, el odio o la venganza, hay personajes capaces de traspa­sar los lí­mites que separan la pantalla de la rea­lidad, o eso lle­gan a creer Enid y Guillermo, la pa­reja de amantes pro­tagonistas de El Espectro, de Ho­racio Quiroga. Dun­can Wyoming, actor y marido de Enid, le había rogado en el lecho de muerte a su buen amigo Guillermo que cuidara de Enid como de una hermana. «Yo lo vi ade­lantarse -afirma Guillermo-, crecer, llegar al borde mis­mo de la pantalla, sin apartar la mirada de la mía. Lo vi desprenderse, ve­nir hacia nosotros en el haz de luz; venir en el aire por sobre las cabezas de la platea, al­zándose, lle­gar hasta nosotros con la cabeza venda­da. Lo vi ex­tender las zarpas de sus dedos… a tiempo que Enid lanzaba un horrible alarido, de esos en que con una cuerda vocal se ha rasgado la razón entera, e hi­ce fuego».

Y todo ello ocurre más de medio siglo antes de que Tom Baxter abandone la película para vivir en la vida real en La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1984).

Hay casos aún más extraños, como el de El niño lo­bo del Cine Mari, que aparece entre los escombros al ser derribado el cine. El relato es de José Ma­ría Me­ri­no. Desaparecido hacía más de treinta años, en la men­te del niño bulle un exuberante uni­verso for­­mado por imágenes de un conglomera­do de pe­lí­cu­las.

Otros cuentos, otras historias, se sitúan entre los efí­­­meros decorados de los rodajes. Jesús Fernández San­­­tos, en El doble, recrea el ambiente y los escena­rios de un rodaje en la España de la posguerra. El protagonista, un torero retirado, consigue un con­trato de ex­­tra y debe arriesgar su vida simulan­do una cogida en el ruedo. El relato no deja de ser un reflejo de las con­­diciones laborales de la posgue­rra. Más dramático y sobrecogedor resulta el cuento de Katherine Mansfield, El cine: una mujer de mediana edad, contralto, con tan solo un chelín y tres pe­niques por capital, bus­ca infructuosamente trabajo, casi finalizada la II Gue­rra Mundial, en alguna pro­ducción cinematográfi­ca.

La bestia, relato del escritor Bertolt Brecht, también se desarrolla en un rodaje. En los estudios cinematográficos Moszropom-Russ, entre la multitud de ex­tras y técnicos, aparece un hombre ya mayor con un parecido extraordinario con el sanguinario go­ber­na­dor Muratov, protagonista histórico del fil­me. ¿Pero es suficiente el parecido físico, o incluso ser el mismo Mu­ratov, para que una escena transmi­ta la impresión de auténtica brutalidad? En la vida real, el mal puede lle­gar a ser terriblemente banal y simple.

Hay más cuentos y más cine, pero baste por aho­ra con estos ejemplos, que aunque de distinto cala­do y ca­lidad vienen a mostrar no solo, y una vez más, lo fruc­tífero de las relaciones literatura-cine, si­no a desvelar también cuánto cine hay en la fantasía, en la obra y en la vida de muchos escritores.

⇒ Cuentos de cine (Parte II)

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