Stockholm: La cárcel de una generación

«No te lo vas a creer. ¿A ver cómo te lo digo? Es su­rrealista lo que me acaba de pasar. Me he cruzado con­tigo y me he enamorado. Ya sé que es increíble, pe­ro es así. ¿Qué hacemos? Toma mis llaves. Si no vie­nes a dormir conmigo esta noche no las quiero pa­ra nada». La escena suena tópica. Un par de frases bien hilvanadas y ya sabemos cómo acabará la historia esa noche. El cine nos lo ha contado con demasia­da frecuencia y, a veces, la vida intenta copiar al ci­ne. El mérito de Rodrigo Sorogoyen es que dedica 92 minutos a profundizar en algo que muchas veces el cine nos muestra en un par de minutos.

El título de la película tiene relación con el síndro­me de Estocolmo que padecen las personas que han su­frido un secuestro. En el fondo Stockholm es un secuestro; él la «persigue» a ella de manera insistente a pesar de que la chica no tenga ningún interés. Es una metáfora muy acertada para definir la cárcel de mu­chas relaciones instantáneas, tan intensas como efímeras, condenadas por una libertad herida de egoís­mo epidérmico. Ésas que según el cine actual pre­dominante apenas dejan huella pero que en la vi­da real pasan factura.

Sorogoyen es consciente de haber hecho una pelí­cu­la que se aleja de los clichés juveniles del cine y la te­levisión actual. «Era un objetivo primordial. Si no hu­biéramos intentado hacer eso, la película no valdría para nada. Es muy difícil contar una historia ba­nal que le ocurre a casi todo el mundo cada fin de se­mana y hacerla interesante y desde una perspecti­va madura. Esperamos haberlo conseguido, o habernos acercado, al menos».

Si el alma de la película es fascinante es porque es­tá contada con un talento visual personal, un guión muy sugerente y unos actores que hacen creíbles a sus matizados personajes. Los planos-secuencia, los silencios, la variedad musical, el uso dra­mático de la luz y las localizaciones (las calles solitarias, la azotea luminosa, las escaleras de bajada y el ascensor de subida), la mirada triste y la voz quebrada de Aura Garrido (una de las grandes promesas de nuestro cine, justamente premiada en Málaga), la son­risa encantadora de serpientes de Javier Perei­ra… Todo favorece la inmersión en una historia que re­sulta creíble, que sorprende con los giros que estoy in­tentando no desvelar.

Stockholm recuerda a la trilogía de Richard Link­la­ter (que ha finalizado con la reciente Antes del ano­checer) al confiar toda la historia en dos persona­jes que caminan por la ciudad y hablan de todo. Pero sin­ceramente me parece más original, conmovedora y sobre todo profunda la mirada de Sorogoyen: «Nos es fácil caer en la hipocresía y la superficialidad sin nin­gún reparo… pero también somos más resistentes. Es­tamos muy curados de espanto. Nos estamos haciendo muy escépticos». Estas palabras del director co­nectan con un cine generacional cada vez más emer­gente, ameno y reflexivo a partes iguales. Ahí es­tán las películas de Josh Radnor (Happythankyoumoreplease y Amor y letras) y Un invierno en la playa.

Con 32 años recién cumplidos, Rodrigo Sorogoyen se une al de una promoción de jóvenes cineastas con po­cos medios económicos (Stockholm ha costado apenas 215.000 euros conseguidos mediante crowdfunding), pero con una creatividad envidiable. Algunos de sus integrantes son Daniel Castro (Ilusión), Eduar­do Chapero-Jackson (Verbo), Kike Maíllo (Eva), Mar Coll (Todos queremos lo mejor para ella) y Enrique Gato (Las aventuras de Tadeo Jones).

Ficha Técnica

  • Fotografía: Alejandro de Pablo
  • Montaje: Alberto del Campo
  • Música: SEF (Christian Fernández, Óscar García, Peter Memmer y Lucas Bolaño)
  • Duración: 92 minutos
  • Distribuidora: Festival
  • Público adecuado: +18 años (SD)
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