Black Mirror: el hombre después del hombre

· Las lecturas mitológicas, la reflexión sobre el presente de la biotecnología y el sentido profético de la serie británica Black Mirror hacen pensar a un escritor y estudioso del lenguaje.

2001: una odisea del espacioRecordarán la emblemática escena de 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968): un grupo de si­mios gana el derecho sobre una charca gracias al empleo -fundacional y asesino- de un hueso a modo de ga­rrote. Es la invención de la herramienta. Fue Caín, sin em­bargo, quien, antes incluso que Ku­brick, ideó instrumentos para que le ayudaran a cosechar la tierra. Luego, re­pudiado por Dios, su estirpe per­feccionaría la técnica y fundaría las ciudades.

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Según la tradición clásica, Prometeo regaló a la huma­ni­dad no sólo el fuego, sino también las artes de Atenea y Hefesto (dios de la fragua donde las herramientas se ela­boran). Como castigo, los mortales recibieron todas las desgracias a través de Pandora, acogida un poco a ton­tas y a locas por Epimeteo, «el que piensa después».

Los relatos presentan una humanidad que, a raíz de una trasgresión que le hace perder el favor divino, intenta remediar su orfandad y su indigencia en solitario, des­ligada, ayudándose solo del crecimiento exponencial de la técnica.

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Claves mitológicas. Prometeo es considerado el padre de la civilización porque robó el fuego, la razón y la técnica de los dioses para dár­selas a los mortales. Como castigo, los dioses crearon a Pandora: una mujer irresistible por su belleza pero peligrosa por los males que aca­baría llevando a los hombres. Pese a la advertencia del titán Prometeo, su hermano Epimeteo aceptó a Pandora y la des­po­só. Ésta, fi­nal­men­te, destaparía el ánfora (“caja”, según la tradición renacentista) liberando todas las desgracias que aún hoy azotan a la hu­ma­ni­dad.

Y es en ese progreso donde enraizará la ciencia ficción. No florecerá sin embargo hasta el siglo XIX, al abrigo de la revolución científica y el consiguiente optimismo so­bre las cotas a alcanzar por la técnica. En un mundo en constante mutación por la inventiva humana, surgen re­latos que especulan sobre los maravillosos (utopías) u ho­rribles (distopías) paraderos que nos aguardan.

2001: una odisea del espacio
2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968).

El desafío permanece y se afila con el tiempo y el avan­ce. Se intentará ahora usurpar atribuciones que eran exclusivas de la divinidad y, al mismo tiempo, infligir sus decretos, violar sus fronteras. Será el caso del trans­humanismo: afán que, a través del empleo de la van­guardia científica, pretende la superación de las limitaciones naturales del hombre.

Es también el anhelo de los replicantes en Blade Ru­nner: «Yo quiero vivir más, padre». Su creador, el Dr. Ty­rell, les había concedido cuatro años de vida, ideándolos per­fectos pero, por eso mismo, efímeros. De igual forma, el transhumanismo busca la superación de las limitaciones orgánicas del hombre: erradicar la imperfección, la ve­jez, la muerte. En definitiva, perseverar más y mejor en el ser gracias a la transformación de la especie.

En un futuro plausible

Con especial brillantez aborda la cuestión Black Mirror (Charlie Brooker, 2011), serie compuesta por mediometrajes autoconclusivos que señalan los peligros de las nuevas tecnologías y, sobre todo, de su empleo descerebrado. Y si algo la destaca sobre el resto de la ciencia fic­ción es, amén de su clarividencia, la propuesta de un fu­turo plausible y nada disruptivo (existen coches, hay ár­boles), de forma que las consecuencias que denuncia se antojan como evolución armónica de nuestra contemporaneidad. A diferencia de la mayoría de la ciencia fic­ción, Black Mi­rror no nace envejecida y su mensaje moral y proféti­co resuena, por ello, con nitidez y redoblada fuerza.

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Black Mirror, Toda tu historia (2011).

En uno de sus capítulos, Toda tu historia (Brian Welsh, 2011), se nos presenta «el grano»: un implante que per­mite la grabación, almacenaje y revisión de to­do lo que captan los ojos del sujeto. Queda fulminado el olvido y la subjetividad de la memoria. Buena cosa pa­rece: se supera la poca fiabilidad del recuerdo y se col­ma el de­seo de conservar las vivencias, de que nada se extinga, de superar la espinosa transitoriedad del pre­sente.

Entonces el capítulo alecciona: que nada se pierda no es necesariamente bueno. Y vemos cómo prospera la paranoia y se enquista el rencor, cómo, dado el alma­ce­na­je ma­sivo del pasado, el presente se ralentiza, espesa… el fu­turo se trunca. Y respira de alivio el espectador cuando el protagonista -destrozada su vida por la ausencia del olvido- se arranca el grano para volver a su condición li­mitada, olvidadiza y, lo más importante, conveniente.

Y si el olvido es una de las imperfecciones, la mayor de todas ellas, la última frontera, será su mortalidad; de ahí que se convierta en la meta definitiva del transhumanismo. La vida eterna ya no proviene de Dios, sino del propio hombre, fáustico, entronizado con su bata blan­ca.

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Black Mirror, San Junípero (2016).

Lo aborda otro capítulo de Black Mirror, en este caso San Junípero (Owen Harris, 2016). Año 2040. Una empresa facilita a los moribundos la posibilidad de trasladar su conciencia a un programa de simulación. Vivirán vir­tualmente en una ciudad costera, eternamente jóvenes en un verano perpetuo. El cuerpo material fenece y la conciencia queda en la simulación, ajena a la enferme­dad, la decrepitud y la muerte. Una especie de parque te­mático de ultratumba.

Pero, lo que permanece en el programa, ¿qué es? ¿Aca­so la persona que se pretendía conservar? ¿Se puede seguir siendo humano tras haberse emancipado del cuer­po para «vivir» en un simulacro? ¿Qué elementos se pue­den extirpar del hombre sin segar su humanidad? ¿Qué cualidades se pueden adquirir sin romper la vasija que habrá de contenerlas? ¿Hay un hombre después del hom­bre?

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Black Mirror, Nosedive (2016).

En San Junípero asistimos al proceso inverso que si­guió el androide –Andrew– de El hombre bicentenario (Chris Columbus, 1999). Buscando ser cada vez más hu­mano, va alterando su cuerpo mecánico hasta que, fi­nalmente, renuncia a su inmortalidad e introduce un ve­neno que le hará deteriorarse y morir. Andrew reconoce que el ser humano es esencialmente mortal y que, no mu­riendo, podría ser otra cosa, posiblemente admirable y más perfecta, pero jamás un hombre.

Así, en la estela de Black Mirror y ante los constantes anuncios sobre las posibilidades a medio plazo del trans­humanismo, cabe esperar un cine que salga al paso de las nuevas posibilidades y advierta que no todo lo téc­nicamente posible es moralmente aceptable; que hay bie­nes inconvenientes; que el hombre, en definitiva, no es buen arquitecto de paraísos. La ciencia ficción puede ha­cer las veces de Prometeo y desaconsejar a su hermano el trato con los airados dioses. Sepan, no obstante, que Epimeteo -orgulloso o estúpido, lo mismo da- deso­yó el consejo de Prometeo y, no pensando en las posibles con­secuencias de sus actos, desposó a Pandora, a quien lla­maron «bello mal».

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