Black Mirror: el hombre después del hombre
· Las lecturas mitológicas, la reflexión sobre el presente de la biotecnología y el sentido profético de la serie británica Black Mirror hacen pensar a un escritor y estudioso del lenguaje.
Según la tradición clásica, Prometeo regaló a la humanidad no sólo el fuego, sino también las artes de Atenea y Hefesto (dios de la fragua donde las herramientas se elaboran). Como castigo, los mortales recibieron todas las desgracias a través de Pandora, acogida un poco a tontas y a locas por Epimeteo, «el que piensa después».
Los relatos presentan una humanidad que, a raíz de una trasgresión que le hace perder el favor divino, intenta remediar su orfandad y su indigencia en solitario, desligada, ayudándose solo del crecimiento exponencial de la técnica.
Y es en ese progreso donde enraizará la ciencia ficción. No florecerá sin embargo hasta el siglo XIX, al abrigo de la revolución científica y el consiguiente optimismo sobre las cotas a alcanzar por la técnica. En un mundo en constante mutación por la inventiva humana, surgen relatos que especulan sobre los maravillosos (utopías) u horribles (distopías) paraderos que nos aguardan.
El desafío permanece y se afila con el tiempo y el avance. Se intentará ahora usurpar atribuciones que eran exclusivas de la divinidad y, al mismo tiempo, infligir sus decretos, violar sus fronteras. Será el caso del transhumanismo: afán que, a través del empleo de la vanguardia científica, pretende la superación de las limitaciones naturales del hombre.
Es también el anhelo de los replicantes en Blade Runner: «Yo quiero vivir más, padre». Su creador, el Dr. Tyrell, les había concedido cuatro años de vida, ideándolos perfectos pero, por eso mismo, efímeros. De igual forma, el transhumanismo busca la superación de las limitaciones orgánicas del hombre: erradicar la imperfección, la vejez, la muerte. En definitiva, perseverar más y mejor en el ser gracias a la transformación de la especie.
En un futuro plausible
Con especial brillantez aborda la cuestión Black Mirror (Charlie Brooker, 2011), serie compuesta por mediometrajes autoconclusivos que señalan los peligros de las nuevas tecnologías y, sobre todo, de su empleo descerebrado. Y si algo la destaca sobre el resto de la ciencia ficción es, amén de su clarividencia, la propuesta de un futuro plausible y nada disruptivo (existen coches, hay árboles), de forma que las consecuencias que denuncia se antojan como evolución armónica de nuestra contemporaneidad. A diferencia de la mayoría de la ciencia ficción, Black Mirror no nace envejecida y su mensaje moral y profético resuena, por ello, con nitidez y redoblada fuerza.
En uno de sus capítulos, Toda tu historia (Brian Welsh, 2011), se nos presenta «el grano»: un implante que permite la grabación, almacenaje y revisión de todo lo que captan los ojos del sujeto. Queda fulminado el olvido y la subjetividad de la memoria. Buena cosa parece: se supera la poca fiabilidad del recuerdo y se colma el deseo de conservar las vivencias, de que nada se extinga, de superar la espinosa transitoriedad del presente.
Entonces el capítulo alecciona: que nada se pierda no es necesariamente bueno. Y vemos cómo prospera la paranoia y se enquista el rencor, cómo, dado el almacenaje masivo del pasado, el presente se ralentiza, espesa… el futuro se trunca. Y respira de alivio el espectador cuando el protagonista -destrozada su vida por la ausencia del olvido- se arranca el grano para volver a su condición limitada, olvidadiza y, lo más importante, conveniente.
Y si el olvido es una de las imperfecciones, la mayor de todas ellas, la última frontera, será su mortalidad; de ahí que se convierta en la meta definitiva del transhumanismo. La vida eterna ya no proviene de Dios, sino del propio hombre, fáustico, entronizado con su bata blanca.
Lo aborda otro capítulo de Black Mirror, en este caso San Junípero (Owen Harris, 2016). Año 2040. Una empresa facilita a los moribundos la posibilidad de trasladar su conciencia a un programa de simulación. Vivirán virtualmente en una ciudad costera, eternamente jóvenes en un verano perpetuo. El cuerpo material fenece y la conciencia queda en la simulación, ajena a la enfermedad, la decrepitud y la muerte. Una especie de parque temático de ultratumba.
Pero, lo que permanece en el programa, ¿qué es? ¿Acaso la persona que se pretendía conservar? ¿Se puede seguir siendo humano tras haberse emancipado del cuerpo para «vivir» en un simulacro? ¿Qué elementos se pueden extirpar del hombre sin segar su humanidad? ¿Qué cualidades se pueden adquirir sin romper la vasija que habrá de contenerlas? ¿Hay un hombre después del hombre?
En San Junípero asistimos al proceso inverso que siguió el androide –Andrew– de El hombre bicentenario (Chris Columbus, 1999). Buscando ser cada vez más humano, va alterando su cuerpo mecánico hasta que, finalmente, renuncia a su inmortalidad e introduce un veneno que le hará deteriorarse y morir. Andrew reconoce que el ser humano es esencialmente mortal y que, no muriendo, podría ser otra cosa, posiblemente admirable y más perfecta, pero jamás un hombre.
Así, en la estela de Black Mirror y ante los constantes anuncios sobre las posibilidades a medio plazo del transhumanismo, cabe esperar un cine que salga al paso de las nuevas posibilidades y advierta que no todo lo técnicamente posible es moralmente aceptable; que hay bienes inconvenientes; que el hombre, en definitiva, no es buen arquitecto de paraísos. La ciencia ficción puede hacer las veces de Prometeo y desaconsejar a su hermano el trato con los airados dioses. Sepan, no obstante, que Epimeteo -orgulloso o estúpido, lo mismo da- desoyó el consejo de Prometeo y, no pensando en las posibles consecuencias de sus actos, desposó a Pandora, a quien llamaron «bello mal».
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