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Cartas a Roxane de Alexis Michalik

Una jugada maestra de Michalik que revisita el mito de Cyrano de Bergerac

Cartas a Roxane, de Alexis Michalik (2018)

Cartas a Roxane de Alexis Michalik. Buscando a Edmond Rostand

Cartas a Roxane de Alexis Michalik | Cuando vio Shakespeare in Lo­ve, el dramaturgo y actor de 37 años Alexis Michalik tuvo la idea de hacer algo similar con un autor francés. Eligió a Edmond Ros­tand (1868-1918), que escri­be en verso y triunfa en París con el estreno en el teatro Porte-Saint-Martin celebrado el 27 de diciembre de 1897 con una obra sobre un personaje real, Cy­rano de Bergerac. Bergerac (1619-1655) conjugó el oficio de las armas con la poesía y la astro­nomía.

Michalik es listo. Toma lo bue­no de Shakespeare in Love (John Madden, 1998) y deja lo ma­lo, lo ramplón, que para mi gus­to era bastante. El texto del fran­cés mezcla admirablemente la realidad y la ficción, para cons­truir primero una obra de tea­tro y luego una película en las que el protagonismo se divi­de con mucha habilidad entre Ros­tand y sus rivales en el teatro francés, los actores representa­dos por Sarah Bernard y Jean Coquelin y los pro­ductores de las obras.

La película resulta de este mo­­do orgánica, vivaz, divertida, di­dáctica en la manera de ficcionar el montaje de una obra en el París finisecular. Lo exagerado se percibe como tal y no daña el conjunto. La forma de usar el co­nocido texto de Cyrano es in­te­ligente: bastan las referencias, apun­tes y retazos breves apenas in­coados, para avivar el recuerdo que cualquier espectador de la pe­lícula tiene de la obra, sembra­da de pasajes llenos de en­canto.


No hay que olvidar que Cyrano triun­fó en su momento apelando a un neorromanticismo lleno de in­genio que encandiló a un público que había cogido gusto a la ligereza frívola del vodevil y a los espectáculos musicales tan en boga en la Belle Èpoque, el pe­riodo de entreguerras que va de 1871 a 1914. En 1897, llega Cy­rano y encandila al público con una tragicomedia en verso ale­jandrino pareado que te lleva en volandas. Una ingeniosa historia de amor vicario que terminaría por convertirse en la más re­presentada de la historia del tea­tro francés, llevada al cine en nu­merosas ocasiones.

Es el momento de alabar la ex­cepcional labor del doblador, ajus­tador de diálogos y director de doblaje Camilo García, que creó una versión española absolutamente magistral de la película de Jean-Paul Rappeneau, es­trenada en 1990. Tanto que la pro­fesora Ana María Mallo le de­dicó su tesis doctoral porque se trata de un hito en la historia del doblaje en España.

Cartas a Roxane (Alexis Michalik, 2018)

El pacto de lectura con el es­pec­tador de 1990, cuando la pe­lícula de Rappeneau fue un éxi­to rotundo, no ha cambiado. O mejor escrito, sí ha cambiado por­que el espectador de Edmond (me resisto a llamar a la pe­lí­cu­la Cartas a Roxane, aunque com­prendo que la distribuidora española A Contracorriente le ha­ya puesto ese título) visita la tras­tienda de Cyrano buscando a Edmond Rostand, el que escribe las cartas de amor que enamo­ran a Roxane, a las costureras y a todo el que se las eche a la vis­ta y, más aún, al oído.

La vida de Rostand, truncada por la gripe española en 1918, es muy interesante si la sabes con­tar. Porque es una historia de amo­res muy elaborada: amor a su mu­jer (la fascinante Rosemonde Gé­rard), amor al teatro, amor a la poesía, amor por los buenos ac­tores, amor por su caserío vasco construído a la francesa…

Michalik acierta al presentar a un Rostand enamorado, con so­lo 29 años, casado con una mu­jer muy inteligente, buena poe­ta. Tienen dos hijos y Rostand bus­ca el triunfo que se le resiste por­que la gente no está pa­ra tea­tro en verso y olor a naftali­na. Junto a la trama Rostand, hay varias tramas dobles (per­so­naje&persona) de Cyrano/Co­que­lin, Roxane/actriz/costure­ra, Ra­guenau/hijo de Coquelin, Guiche/ayudante de dirección.

Quitando la subtrama chusqui­lla del hijo de Coquelin, el resto es bueno, a ratos, muy bueno. Es­pecialmente cuando Michalik sa­be representar algo que conoce muy bien: los entresijos de la dramaturgia, los ensayos, las prue­bas de vestuario, el estreno, la expectación, los bloqueos crea­tivos del escritor, la rivalidad con George Feydeau, los celos de los actores…

Todo lo hace Michalik con un len­guaje cinematográfico inteli­gen­te por eficaz: el uso de la stea­dycam y el seguimiento de per­sonajes aporta dinamismo y nos aleja netamente del teatro fil­mado, que sí aparece cuando en tomas largas los actores dan vi­da sobre el escenario al texto de Rostand. La planificación sigue los patrones de la comedia norteamericana de los años 50 y da un aire de naturalidad a un guion que de otra manera podría re­sultar cargante.

Hay chispa en la construcción de los personajes, jugando con las dobles y triples lecturas de un espectador culto. Lo que se ha­ce con Coquelin, un personaje histórico, es brillante y sobre to­do, medido (el actor Olivier Gour­met está sensacional). Sarah Bernard tiene un recorrido muy breve, incidental, pero sus dos apariciones son excelentes e im­pulsan la película. El personaje de la costurera es un hallaz­go es­pecialmente brillante, por­que su personaje desdoblado da un jue­go enorme en su conexión múl­tiple con un puñado de personajes.

En suma, una película que veo con un tremendo agrado. Agra­dezco que no tenga ínfulas, que no quiera emocionar por la vía rápida y fácil, que sepa colo­car un embudo en el que van entrando y mezclándose mate­ria­les muy diversos que dan cuer­po, gus­to y aroma a un relato embria­gador.

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