Cine y alrededores: Blancanieves, el largo viaje de Pablo Berger
Blancanieves de Pablo Berger está llena de citas referenciales: está Murnau, están los expresionistas alemanes y La parada de los monstruos, de Tod Browning.
Pablo Berger (Bilbao, 1963) tardó ocho largos años en estrenar Blancanieves, su segundo largometraje. A la dificultad de sacar adelante un proyecto tan difícil de financiar como una película muda en blanco y negro, se sumó, una vez rodada, otro obstáculo inesperado: The Artist, la película también muda de Michel Hazanavicius, le tomó la delantera dinamitando ese factor sorpresa con el que contaba el director vasco para promocionar su Blancanieves.
Era, además, la tercera de las versiones del cuento de los Grimm que se estrenaban con ocasión del 200 aniversario del relato y del 75 del largometraje de animación de Walt Disney (David Hand,1937). Venía precedida de Mirror, mirror (Tarsem Singh, 2012) y de Blancanieves y la leyenda del cazador (Rupert Sanders, 2012).
En definitiva, la Blancanieves de Berger lo tenía más que difícil, pero contra todo pronóstico obtuvo un éxito rotundo de crítica y de premios e hizo una taquilla aceptable, considerando que no se trataba de un producto comercial. La explicación es sencilla, la película es buena, muy buena.
Blancanieves de Pablo Berger, un homenaje al cine mudo europeo
la experiencia del cine mudo es algo que el espectador contemporáneo desconoce porque en torno al cine mudo había toda una forma de entender el cine como espectáculo, que hemos ido perdiendo poco a poco.
Efectivamente, la experiencia del cine mudo es algo que el espectador contemporáneo desconoce. De una parte, porque en torno al cine mudo había toda una forma de entender el cine como espectáculo, que hemos ido perdiendo poco a poco. La limitación del sonido se suplía con un derroche de ingenios tan bien orquestado, que hacían de la asistencia a la proyección una experiencia similar a eso que ahora llamamos “performance”. Al largometraje lo acompañaban los músicos, que en ocasiones podían llegar a formar una grandiosa orquesta; además estaban los “explicadores”, cuya función no era solo leer los intertítulos al espectador analfabeto, sino completar la película con la declamación; había también efectos de audio, que sonaban en la sala en directo y, por último, estaba la participación del público que acostumbraba, como en el teatro o en los toros, a tomar parte activa en la “función”. En definitiva, el cine mudo estaba lleno de vida y de sonido.
En Blancanieves se muere en esas formas bufonescas del humor negro de Neville y de Miura y de Azcona que nos traen a la cabeza El verdugo y El pinito, El extraño viaje y las películas de Álex de la Iglesia
Berger, a su vez, lo explica así: «Con Blancanieves he pretendido hacer un homenaje al cine mudo europeo. En el mudo se había inventado ya todo, la Dolly, el montaje trepidante, el punto de vista, el travelling. La llegada del sonoro fue un paso atrás».
Su película tiene un perfecto manejo de la cámara y un montaje agilísimo, lleno de ritmo, totalmente pegado a la música. Repleta de imágenes típicas del expresionismo, se caracteriza por un empleo constante del claroscuro y de la sombra. Estos recursos del cine mudo, engrandecidos por la tecnología (una película muda sin el uso de la técnica actual habría sido imposible para el espectador), son los que la llenan de fluidez, creatividad y compás.
Blancanieves es también un homenaje y, como tal, está llena de citas referenciales que la convierten en una pequeña lección de historia del cine: está Murnau, están los expresionistas alemanes y La pasión de Juana de Arco, de Dreyer, y el Napoleón, de Abel Gance, y La parada de los monstruos, de Tod Browning.
Blancanieves y el esperpento español
Y además de todo eso, hay en Blancanieves algo que su director no menciona y que, sin embargo, es -a mi juicio- lo que pone definitivamente en pie a esta Blancanieves española.
Me refiero a esa especie de descarga eléctrica que la recorre de principio a fin y que la conecta a la corriente más poderosa del arte español en todas sus expresiones -pintura, música, literatura, fotografía, baile, cante o cine-: el tenebrismo, el esperpento, el humor negro, la picaresca, la tragicomedia y todo lo que eso sea, que es lo hispano, querámoslo o no. Blancanieves es la película de un vasco formado en las Américas, rebosante de siglos de cultura popular española. Es una tragicomedia, el género que mejor se nos adapta y en el que se desenvuelven como en ningún otro nuestros narradores, escritores o cineastas.
En la genealogía de los personajes de Blancanieves están El Lazarillo, El Buscón de Quevedo, el esperpento de Valle, el cortijismo de Valera, la Mari Bárbola de Velázquez, las Manolas de Gutiérrez Solana y de Romero de Torres, la fotografía de Cristina García Rodero; y también los pobres de Buñuel en Viridiana, el Almodóvar de la primera etapa, las criaturas de Álex de la Iglesia, el director más esperpéntico de los últimos años, y quizá hasta un Torrente refinado en ese depravado empresario taurino que hace José María Pou. Todo ese cortejo de tipos grotescos, carnavalescos, que pueblan las historias que se cuentan por aquí, están en la película de Berger.
También está, como en Bienvenido Mr. Marshall o en Plácido, el falso milagro, ese atisbo de esperanza que se ve finalmente frustrada por el destino trágico. Y la crítica social que alcanza a todos, a los de arriba y a los de abajo, a la sociedad burguesa y a la marginal, a la corrupción de los poderosos y a la insolidaridad del pueblo llano, en esa pretensión de desenmascarar que han cultivado Buñuel y Berlanga como nadie.
Lo tragicómico es como lo agridulce, con su punto para agradar. Lo grotesco debe contener belleza y la tragedia esperanza, para no estragar el paladar, en eso Azcona era un maestro. La Blancanieves de Berger está tan saturada de belleza, que el sentimiento trágico que la recorre no alcanza a quitarnos la impresión de haber visto, sobre todo, un cuento mágico.
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