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Cine y alrededores: Cuentos de cine (parte II)

Atrapa a un ladrón (1955)

· Incluso en los casos en los que las relaciones con Ho­llywood han sido tormentosas, los escritores han sa­bido sacarle partido literario.

Entre los relatos que recrean el univer­so cinematográfico los hay que mantienen con el cine una relación sencilla y generalmente temática. Una película del Quijote, relato de los hermanos Álvarez Quintero que na­rra las rocambolescas razones por las que se lle­va a cabo el rodaje de una adaptación de El Quijote, sería un buen ejemplo.

En otros cuentos, sin embargo, la relación es más com­pleja. El escritor italiano Alberto Moravia reco­no­ce como estímulo cultural de sus Cuentos Romanos, incluso como elemento constitutivo de su es­critura, el neorrealismo cinematográfico, el de Ro­ssellini, el de la «representación de una realidad me­nor con personajes que se mueven en una atmósfera de jerga». Los personajes de Cuentos Romanos asisten con frecuencia al cine, aunque para ello ten­gan que engañar a desconocidos o jugársela a los amigos (Echar a suertes). Algunos incluso traba­jan en el cine, aunque no son estrellas sino, como en El doble, personajes que tras meses en paro consiguen contratos temporales, que les ofrecen la opor­tunidad de recuperar a su novia lanzándole el an­zuelo del cine: «El cine es una fuerza más fuerte que cualquier fuerza. Si, es un suponer, un rey hubiera invitado a Ágata a presentarse en palacio, quizás ella se lo habría pensado; pero si el portero de la productora le decía que se pasara por los estudios, bastaba para que acudiera a cualquier hora». Otros trabajan de operador y fotógrafo (La prueba ci­nematográfica), suficiente para que algún amigo pro­meta a las chicas una oportunidad, que ellas per­siguen y persiguen por más que se les explique que «la prueba es como una película en pequeño, no se improvisa. Hacen falta un director, un operador, un estudio…». Y los hay con suerte, porque han conseguido un papel debido a su cara de hampón (Cara de bellaco), mientras que otros (El desquite de Tarzán), para no morirse de hambre, tienen que recorrer Roma en bicicleta vestidos con un mo­no celeste haciendo publicidad de las películas de un cine nuevo: «cada bicicleta llevaba un cartelón co­loreado con una sílaba de dos o tres letras, y los seis juntos desfilábamos lentamente por las calles de la ciudad, componiendo el título entero de la pe­lícula. Hombres sándwich sobre ruedas, eso era lo que hacíamos».


La interacción literatura-cine puede además desa­rro­llarse en distintos niveles. Es el caso de El fantas­ma del Cine Roxy, del escritor Juan Marsé (un es­critista, siguiendo su propia invención, ya que ofi­ció también de guionista). El relato no solo habla del cine y de los cines, de los guionistas y directores, de planos, secuencias, picados y contrapicados, si­no que, fundiendo la escritura literaria con la cinematográfica, está estructurado secuencialmente (cuen­to-guión), cargado de citas y referencias cine­ma­tográficas, a la vez que narra una historia situa­da en la posguerra barcelonesa que mantiene cons­tante el paralelismo con el largometraje Raíces pro­fundas-Shane (George Stevens, 1952). En Mar­sé, el cine es parte esencial de su escritura. Posteriormente, de la colaboración MarséJoan Manuel Se­rrat saldría la letra de la canción Los fantasmas del Cine Roxy.

Hollywood visto por escritores

También hay cuentos, no podían faltar, que bucean en el pequeño gran mundo de Hollywood, del que muchos escritores han tenido experiencia directa. Una ciudad camaleón, según la describe Blas­co Ibáñez en el relato El rey de las praderas: «En las calles, a la hora del «lunch», se encuentran oda­liscas arrastrando sus velos, españolas con mantilla, o pieles rojas con penachos de plumas, según es el «film» que está en ejecución. Las figurantas van a sus casas a almorzar sin quitarse el traje, por no perder tiempo. Sobre las vallas de los estudios se elevan, una veces, la torre Eiffel, si la obra transcurre en París, y otras, el palacio de los Dogas venecianos o los agudos minaretes de una mezquita orien­tal. Cuando el fotógrafo termina de dar vueltas a la última película, los albañiles demuelen estas só­lidas construcciones de cemento para levantar otras inmediatamente, cambiando el aspecto de la ciu­dad-camaleón».

Incluso en los casos en los que las relaciones con Ho­llywood han sido tormentosas, los escritores han sa­bido sacarle partido literario. Así lo hizo Scott Fitz­gerald, en la medida en la que pudo y le dejaron, y a medida que necesitaba dinero, dada su de­ses­­perada situación. De esta forma nacieron las his­torias de Pat Hobby en Hollywood, diecisiete relatos publicados en la revista Esquire entre enero de 1940 y mayo de 1941, y más tarde recogidos en un solo volumen. Pat Hobby, escritor y guionista ve­nido a menos, perro viejo en los estudios de Holly­wood, aficionado a la bebida, gorrón y falto de éti­ca profesional, anda siempre a la caza y captura de oportunidades. El resultado suele ser casi siempre desastroso. Pero Hobby tuvo su pasado luminoso y feliz, «tiempos -escribe el narrador- en que lo verdaderamente importante para un hombre no era, des­pués de todo, lo que escribía o dejaba de escribir, sino las gentes que a uno le acompañaban en el aperitivo o en la cena. Esto -solía decir- no es un ar­te, sino una industria».

Referencias de lectores y espectadores

Pero hay otro Hollywood, y Fitzgerald supo tam­bién retratarlo (y retratarse), lo que le convir­tió en un elemento bastante incómodo. En el cuen­to Domin­go loco, las horas de plató, secuencias, esperas bajo la jirafa que pende del micrófo­no… quedan atrás. Es domin­go en Hollywood y el pro­tagonista, un joven guionista, ha sido invitado a una fiesta en la que se reu­nirán actores, actrices, guionistas, escritores, directores y gente de mu­cho dinero. Y entramos entonces en un mundo de movimientos calculados, en­vidias, ansias de ad­miración, adicciones, y en las com­plejas relaciones del matrimonio propietario de la mansión: el director Miles Calman y la actriz Stella Walker.

Por otro lado, el género del relato breve ha contribuido también a mantener los grandes mitos cinematográficos consagrados por la pantalla. Mar­­lene Dietrich, Greta Garbo, Marilyn Monroe, Char­lot, Harold Lloyd, Gary Cooper, Cary Grant o James Dean se incorporan como personajes al mun­do ficcional de la literatura. Charlot se traslada al siglo XVII para verse envuelto en la trama del dra­ma calderoniano en Charlot en Zalamea, relato del escritor Benjamín Jarnés. Greta Garbo visita en el hospital al cineasta Max Ophüls en Mi queridísima esfinge, cuento del escritor Manuel Puig. Y Ca­ry Grant, en el relato de Gonzalo Suárez Un paciente impaciente, tras la proyección de la película Atrapa a un ladrón, necesita con urgencia un médi­co para descargar su ansiedad: ha besado a Grace Ke­lly, a su Alteza Serenísima la princesa de Móna­co. Las referencias de lectores y espectadores se funden en un tiempo en el que el cine se suma a la li­teratura como creador de grandes mitos. Aunque am­bos, literatura y cine, pueden ejercer también un gran poder desmitificador.

Tras este breve recorrido por los cuentos de cine es evidente que el séptimo arte ha sido y es un poderoso estímulo creativo de la ficción literaria.

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