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Carlos Sorín: Cuentos de la Patagonia, cuentos de ninguna parte

Como un buen cuentista, Sorín -un pintor de interiores humanos- usa como piedra angular el personaje, las historias no existen fuera de él

Carlos Sorín

Carlos Sorín: Cuentos de la Patagonia, cuentos de ninguna parte

Cine y alrededores: Carlos Sorín. 

Si hay algo que un argentino sabe hacer es contar una historia. Ponerse frente a un público y convertirse en rey es todo uno. Argentina es un país de cuen­tistas, siempre tienen una anécdota fabulosa que vocear en esa jerga porteña, futbolera y políti­ca, medio bronca, medio chiste.

Carlos Sorín (Buenos Aires, 1944) es argentino y como tal cuentista, pero sus historias no son en ab­soluto fabulosas, son historias mínimas, para escuchar a media voz, más de sonrisa que de risa.


El título de la película que le consagró en 2002,  sir­ve mejor que nada para explicar su discurso cine­ma­tográfico. Historias mínimas supuso el descubrimiento de un estilo narrativo propio donde el rea­lizador se ha hecho fuerte.

La técnica Sorín es construir una ficción en la que vale más la impresión que el relato, reducir al mí­nimo la narración, despojarla de elementos sobrantes, quitarle envoltorio.

En realidad, este tipo de cine que el director maneja con maestría, bebe de una forma literaria que arran­ca a final del XIX y que ha proporcionado los me­jores textos en prosa del siglo XX: el cuento contemporáneo.

Hasta Chéjov, lo esencial en el canon del cuento eran la anécdota y la enseñanza, pero él cambió totalmente el orden de las cosas: empezaba el relato por cualquier parte, sin preocupase del contexto,  y lo concluía abruptamente, evitando finalizar con la idea moral. Le importaba la sensación por encima de la acción, en sus cuentos no pasaba casi nada, es­taban hechos de ideas vagas, pensamientos y estados de ánimo. Chéjov escribía más como un norteamericano del siglo XX que como un europeo del XIX.

El cine del realizador argentino tiene mucho que ver con esto, utiliza las bases narrativas del cuento mo­derno: las elipsis morales, la ausencia de clímax, los finales abiertos. Incluso titulando, es Sorín más cuen­tista que cineasta: Bombón el perro, La venta­na, Días de pesca en Patagonia

Cuando habla de sus películas, manifiesta su deu­da expresiva con el relato breve y cita como referente a Raymond Carver, quizá el narrador que más influencia ha dejado en escritores y cineastas des­de los ochenta.

A Carver, que escribía con una fotografía de Chéjov frente a su mesa, le bastaron para crear un rela­to experiencias como la tristeza que asalta al comprobar un síntoma de deterioro físico, o el vago sen­timiento de ser mala persona por deshacernos de un animal.

Sobre esa misma base, construye Sorín Historias mínimas montando con piezas independientes una road movie a tres bandas por los caminos de su Patagonia referencial. Anécdotas con las que hablar de emo­ciones: la torta del viajante enamorado, el chu­cho Malacara y un concurso televisivo o cómo ha­blar de la inseguridad que causa el amor, de la obs­tinada soledad de la vejez, de la ilusión de la suer­te.

En La ventana (2009), una especie de ejercicio de due­lo que Sorín escribió a la muerte de su padre, em­plea algo tan típico de Chéjov como el uso de la do­ble línea argumental. En una primera lectura, la cin­ta habla de un viejo moribundo, pero la lectu­ra profunda nos lleva al hijo que, sin apenas aparecer, protagoniza la historia. La ventana habla de “nosotros los hijos” y de ese algo, tan común, como ir a despedir al padre al que abandonamos por vivir.

La ventana, de Carlos Sorín

 

A este argumento le da la vuelta en su última cin­ta: Días de pesca en Patagonia (2012), que trata del pecado -así lo califica Sorín– de abandonar a un hi­jo. Con un esquematismo emocionante, acierta a  po­ner en pie todo el dolor del abandono.

Sorín es un pintor de interiores humanos con pin­cel impresionista: “hay algo que es casi un ‘dog­ma’ para mí: las películas no ocurren en la pantalla si­no en la mente del espectador. Por lo tanto es éste quien con su sensibilidad y su experiencia completa el filme. El filme en realidad es solo un modelo para ar­mar”.

La piedra angular: el personaje

Si la trama es apenas un esbozo, el guión está po­co perfilado, los diálogos son pura cotidianidad y el final está abierto… ¿dónde se apoya la narración?

Como un buen cuentista, usa como piedra angular el personaje, las historias no existen fuera de él. Los personajes son los inductores de todas las emo­ciones que nos conectan al cine de Sorín porque, aun­que vivan en la Patagonia, los conocemos, nos los cruzamos cada mañana en la panadería, en el pea­je de la autopista o en la sucursal bancaria, al­gunos incluso son parientes nuestros.

Gentes tiernamente ridículas, insignificantes pe­ro dueñas de pequeñas grandezas. Con frecuencia ocio­sos, casi siempre feos y, en general, poco interesantes. Gentes que han vivido y cometido errores por los que han pagado. Gentes sin motivaciones cla­ras, con arranques que acaban frente al espejo.

La alternativa más lógica para encarnar a esos ti­pos humanos es trabajar con actores no profesiona­les. El realizador ha explicado cientos de veces có­mo llegó experimentalmente a esa elección. En los años 90 trabajaba como publicista y viajó a la Pa­tagonia a filmar un anuncio de telefonía. Al comenzar el rodaje del spot, la expectación de los lugareños congregados en torno al equipo de rea­lización era máxima, los actores bonaerenses tenían que escenificar la emoción por la llegada de la telefonía al pueblo, pero la comparación con la “ver­dadera emoción” que veía en los locales fue definitiva. Sorín envió a los profesionales de vuelta a casa y terminó rodando con los nativos.

Poco después regresó al cine con esta experiencia en la cabeza y se encontró muy cercano a una cine­ma­tografía que en aquel momento estaba sorprendiendo a Occidente, el cine de Irán: Abbas Kia­ros­tami, Mohsen Makhmalbaf, Jafar Pana­hi… Ellos, forzados probablemente por la escasez de recursos, trabajaban de forma habitual con ajenos a la escena. También los rusos lo habían hecho en los años 20 y después el neorrealismo italiano y Bre­sson y muchos otros, pero la referencia para Sorín han sido los cineastas iraníes de la posrevolu­ción islámica; le deslumbraron sus filmes hechos de rea­lidad.

“Hacer cine con inexpertos requiere una selección de casting muy acertada, con frecuencia hecha de forma puramente intuitiva”, explica el cineasta. “Es una fórmula que encaja perfectamente en un ti­po de cine en el que el relato no necesita ser tan eficiente y que obliga a una puesta en escena más con­vencional, pero esas limitaciones se sacrifican con gusto por la zona de verdad que se alcanza: si ten­go cuatro o cinco momentos de esos por pelícu­la, ya estoy conforme con los actores”.

Lugares de ninguna parte

Las localizaciones en este tipo de relato son siempre el fondo del paisaje y su primera función es no es­torbar. Ciudades con bares de carretera, moteles y gasolineras fueron el paisaje de Carver. A Kiaros­ta­mi le bastó un cerro empolvado en El sabor de las cerezas. Lo que se precisa es “un lugar de ningu­na parte”, lo suficientemente ordinario, ajeno a to­da sublimación paisajística, un lugar en el que la vi­da fluya prosaicamente.

Es posible que Sorín vuelva de forma recurrente a la Patagonia porque allí tiene más posibilidades de casting o porque es un lugar donde filmar es me­nos complejo, pero en cualquier caso la Patagonia en­caja en su cine porque completa la impresión que se busca, el desierto como metáfora de la soledad.

Una vez revisado el andamiaje del cuento moder­no en el cine del director, la pregunta es si Sorín es buen cuentista. “Un cuento es significativo cuan­do quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente al­go que va mucho más allá de la pequeña y a veces mi­serable anécdota que cuenta”. La cita es de Cortá­zar.

Hay un par de las películas de Sorín que contienen esa radiante explosión. Ese estallido se siente en Historias mínimas y en su última cinta, Días de pes­ca en Patagonia. El resto de una filmografía, todavía breve, no alcanza esa redondez del cuento per­fecto, pero hay muchos párrafos valiosos en sus pe­lículas, buenos personajes, destellos de luz. El de cuen­tista es un oficio difícil y, en una colección de relatos, dos cuentos brillantes son gran cosa.

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