El gran Gatsby, la eterna juventud de Scott Fitzgerald
En literatura, Gatsby no hay más que uno, el de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), escritor estadounidense que, junto a autores como William Faulkner, Ernest Hemingway, John Dos Passos o John Steinbeck, forma parte de la llamada generación perdida. Todos ellos retrataron la compleja sociedad norteamericana tras la I Guerra Mundial.
Publicada hace un siglo, en 1925, El gran Gatsby no ha envejecido. Se trata de una novela canónica, y no solo para un sector académico o universitario, sino para el gran público, es decir, es una novela que está viva, una novela que se lee. La historia mantiene su fuerza, además de interesar por lo que tiene de espejismo del gran sueño americano y de retrato de los frenéticos años veinte.
La novela es irremediablemente triste, dramática e incluso en algunos momentos sórdida; habla del fracaso humano, de los falsos sueños, del amor imposible, de las distancias que establecen el dinero y la clase social, de la imposibilidad del cambio, de la falta de moral, del injusto destino y la implacable realidad.
Sin embargo, esta historia universal y grandiosa habla también del poder de los sueños, del deseo de luchar, aun en guerras de antemano perdidas, de la no resignación ante lo que la realidad ofrece y de la romántica fuerza del amor. Es un relato que reúne el sueño y el fracaso, el éxito y la caída. Gatsby, como Don Quijote (la comparación es de Vargas Llosa), es un idealista, un soñador (sin dinero, pero con clase y estilo), que se atreve a construir y vivir (apoyándose, según parece, en negocios turbios) su propio sueño confundiéndolo con la realidad; para algunos, tal vez un loco, para otros simplemente un arribista. Y antes de emprender su aventura, como hiciera Alonso Quijano, modifica su nombre y su identidad reinventándose.
Sin embargo, esta historia universal y grandiosa habla también del poder de los sueños, del deseo de luchar, aun en guerras de antemano perdidas, de la no resignación ante lo que la realidad ofrece y de la romántica fuerza del amor.
Toda historia, no obstante, depende de cómo esté contada y éste es uno de los mayores aciertos de la novela: la creación del singular Nick Carraway, personaje narrador y testigo implicado. Vemos y sabemos a través de Nick (aun cuando el lector distingue mucho más), y es el acierto de su consistencia como referente lo que paradójicamente permite la inconcreción de otros personajes, sobre todo la que rodea y tanto favorece a Gatsby.
La personalidad y honradez de Nick Carraway, su sensibilidad y sencillez, incluso su asombro, procuran siempre un entendimiento (sin engaños) de los personajes y de ese exclusivo mundo neoyorquino que va conociendo y que parece flotar a su alrededor -entre natural e irreal- sin acabar de posarse (de eso se encargaría el crack financiero de 1929).
Como narrador, nunca satisface totalmente la curiosidad del lector (lo que mantiene la tensión y el interés) y relata de tal modo que los personajes se van desvelando sin que en ningún momento estén completos y quietos del todo como para establecer un juicio. Nunca se completa el sumario, ni estamos seguros de los testigos y las fuentes, lo que da como resultado una realidad no exactamente compleja (ni falta de juicios) pero sí relativa. Después de todo, para juzgar ya están los ojos azules y gigantescos, la mirada fija y constante del doctor T. J. Eckleburg.

Tal vez la novela se escribiera para aleccionar sobre la corrupción del mito americano, pero finalmente Nick Carraway transparenta su admiración por la figura de Gatsby (“Tú vales más que todos ellos”), subrayando su tendencia romántica, su capacidad para la esperanza y para soñar. Tal vez le ocurra como a los lectores: qué o a quién admirar si no en ese mundo sin valores.
Para ser juzgado, criticado, admirado o compadecido, queda Gatsby convertido en mito, y queda la novela como una de las mejores creaciones de Scott Fitzgerald y de la literatura norteamericana del siglo XX.
Los Gatsby del cine
Volviendo al camino, si en literatura solo hay un Gatsby, en cine, sin embargo, hay varios: el de Herbert Brenon, en una película muda de 1926 de la que solo se conservan algunas escenas; el de Elliott Nugent (1949), encarnado por Alan Ladd; el de Jack Clayton, con guion de Francis Ford Coppola, en una adaptación del año 1974, considerada por muchos como la definitiva, protagonizada por Robert Redford y Mia Farrow. En 2000 se realizó una adaptación para la televisión con Toby Stephens y Mira Sorvino, dirigidos por Robert Markowitz.
En 2013 se sumó a esta familia una nueva adaptación dirigida por el australiano Baz Luhrmann (Strictly Ballroom, Romeo y Julieta, Moulin Rouge, Australia), coproducida con Warner Bros y protagonizada por Leonardo Di Caprio, Carey Mulligan y Tobey Maguire. E inevitablemente corrieron ríos de tinta sobre la falta de creatividad y originalidad (olvidando que la adaptación de textos literarios y el reciclaje de películas no es una práctica contemporánea, sino uno de los modos de hacer de un arte parasitario desde sus orígenes); sobre el conservadurismo e inmovilismo de la cultura; sobre la deliberada pobreza de vocabulario de los productores, nada del campo semántico del término riesgo; sobre las muy poderosas y oportunistas razones comerciales, etc., etc.
Sin quitarles su razón, dado el caso, mucho más interesante sería, si el largometraje lo permite, escribir sobre las relaciones (más o menos conscientes y más o menos manifiestas) del nuevo miembro con su familia (padre y hermanos mayores) y tratar de dibujar el mapa intertextual de la película. Es decir, plantearse de qué actitud parte o en qué actitud se coloca frente al texto y los largometrajes anteriores, qué valores aporta en este caso la repetición, qué hay de novedad y qué de repetición, qué absorbe, qué rechaza, qué de renovación, reinterpretación o innovación, qué de personal en la lectura de Baz Luhrmann, qué de las inquietudes y la sensibilidad modernas, qué alternativas presenta, qué grado de autonomía logra.
También sería oportuno preguntarse qué competencias (literarias y cinematográficas) ha supuesto en los espectadores y si ha contado con su complicidad, y, más sugestivo si cabe, interesarse por los significados de la obra en un contexto histórico, cultural y económico distinto. El largometraje también da pie al análisis de su diálogo con la música, la moda, la publicidad o el video clip.
Por otro lado, además de cuestionar las razones concretas de esta adaptación, hay que ver si éstas se traducen o no en el largometraje. Dicho de otro modo, y lo más importante, si se trata de cine adulto, reflexivo y autoconsciente o de una película adolescente, enloquecida y de esteticismo narcisista.
The Great Gatsby, de Baz Luhrmann, vino además a sumarse a la numerosa familia de las adaptaciones cinematográficas de obras de los escritores de la generación perdida (conviene saber que prácticamente todos trabajaron como guionistas cinematográficos). Las uvas de la ira (John Ford, 1940), Tener y no tener (Howard Hawks, 1944, con guión de Faulkner adaptando a Hemingway), Forajidos (Robert Siodmak, 1946), o Al este del edén (Elia Kazan, 1955), entre otras muchas, son ejemplos de las magníficas películas que conforman esta estirpe.
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