Stefan Zweig y El Gran Hotel Budapest

Cine y alrededores. El busto al escritor sin nombre que aparece al comienzo de El Gran Hotel Budapest guarda un estrecho pa­recido con Stefan Zweig, el escritor austriaco en cu­yos escritos se ha inspirado el director Wes Anderson para hacer esta película. Una niña cuelga una lla­ve de hotel entre muchas al pie del monumento como ho­menaje a quien escribió una vez sobre aquel lugar fan­tástico, ese paraíso que bien pudo haber existido al­guna vez. Como el sanatorio de La montaña mágica de Thomas Mann, el Gran Hotel Budapest está situado en un paisaje nevado, en lo alto de una montaña alpi­na a la que es difícil acceder, y cuenta con tantas habi­ta­ciones como historias encierra la mente de quien es­cribe. La multitud de personajes que se engranan en la maquinaria de esta película resplandece a través de su pareja protagonista: curiosamente, dos apátridas. Ze­ro, el nuevo botones del hotel, un cero a la izquierda pa­ra cualquier sociedad, es un inmigrante de tez morena que llama la atención del conserje, Monsieur Gustave, del que desconocemos tanto su procedencia co­mo su apellido. En ese mundo sin pasaportes, distin­gui­do y políglota, es el que Zweig vio florecer cuando te­nía la edad del primero y en el que se desenvolvió con el aplomo y el desenfado del segundo. “El odio de un país a otro, de una masa a otra -escribe en El mun­do de ayer-, todavía no le acometía a uno diariamente en los periódicos, todavía no separaba a unos hombres de otros, a unas naciones de otras; el sentimiento de re­baño y de masa todavía no era tan repugnantemente fuer­te en la vida pública como hoy”.

Con el corte de pelo y el bigote que luce Ralph Fiennes, Gustave H tiene un aire inequívoco a esas fotografías que podemos encontrarnos al escritor austriaco, donde nos muestra esa sonrisa orgullosa y em­baucadora mientras mira a la cámara con la franqueza de un niño. La figura del conserje emula la de un titán que se abre paso entre la burocracia indolente y el germen de un nuevo mundo vulgar y acaparador. No de forma muy distinta debió contemplar a otro Gustav mientras paseaba por la cubierta del barco que traía de vuelta a Mahler para que pudie­ra morir en Viena. “Yacía allí, con la palidez de un moribundo, inmóvil, con los párpados cerrados. Por pri­mera vez le he visto débil, a él, el impetuoso. Pero esa silueta suya inolvidable -sí, inolvidable- se dibuja­ba sobre el gris infinito del cielo y el mar”.

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Stefan Zweig
Stefan Zweig, de cuyas obras se inspiró Wes Anderson para filmar El Gran Hotel Budapest

El acto de viajar es una constante en la literatura del escritor austriaco, como si el movimiento a bordo de un barco o un tren fuera una suerte de deus ex machina que contribuye a ordenar o dinamitar todo. El via­je es la antesala de la dicha o de la tragedia, pero so­lo una finísima línea las separa. La amante ejemplar de Carta de una desconocida (Max Ophuls, 1948) inicia un trayecto imaginario en tren con su amado pianista, que transcurre entre estaciones improbables. So­lo allí la siguiente estación a Río de Janeiro puede ser un pueblo alpino de Suiza. Saberse acompañada por quien ama sin límites mientras viaja por ese mundo irreal es su mayor felicidad, que se revelará tan grande co­mo fugaz.

“Los tiempos han cambiado”, dice un Zero ya ancia­no, como si constatara que los tiempos de su amigo y men­tor ya no volverán. “Su mundo -dice al final de la pe­lícula- desapareció mucho antes de que llegara él, pe­­ro mantuvo la ilusión con una formidable elegancia”. Esa despreocupación es la que fue perdiendo paulatinamente Stefan Zweig a lo largo de su vida mien­tras se veía obligado a alejarse de Austria. Mucho an­tes de llegar a Brasil, ya había asumido en su interior que aquel mundo a punto de desaparecer lo iba a ha­cer delante de los rostros imperturbables de quienes lo habitaban, como ese tren que se detiene por un con­trol militar rutinario y donde la línea entre suerte y la desdicha es tan tenue como la línea del horizonte ne­­vado que se puede divisar a través de la ventanilla del vagón.

“¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?”, escribe en Mendel, el de los libros. El otrora titán de la li­teratura, el idealista infatigable de las letras austriacas, se dejó invadir paulatinamente por esa sensación de derrota mientras el vagón se detiene. A Klaus Mann le admiraba el entusiasmo con que so­lía afrontar la vida. Pero desde Petrópolis, en Bra­sil, vio el avan­ce de las tropas nazis como una amenaza inexorable que no tardaría en llegar incluso a aquel paisa­je amazónico. Y se prometió que ya no huiría nun­ca más. “Dejo saludos pa­ra todos mis amigos: qui­zá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más im­paciente, me voy antes que ellos”.

Afortunadamente, el cine ha sido generoso con él y ha adaptado al menos veinticuatro películas sobre obras suyas, además de El Gran Ho­tel Budapest, que no podemos considerar una adap­tación. Hasta cinco pe­lículas se han filmado con Veinticuatro horas en la vi­da de una mujer, a la que siguen otros títulos como Ardiente secreto, Amok o Non credo più all’amore (Roberto Rossellini, 1954). Muchos de sus personajes admiten con elegancia su destino, como el jugador so­brevenido de Novela de ajedrez, adaptada por el cine en Juego de reyes (Gerd Oswald, 1960). Se deja ganar en la última parti­da al notar que el juego deja de serlo y se convierte en una guerra, en un duelo. Como la Mariscala de la ópe­ra Der Rosenkavalier, el santo bebe­dor de Joseph Roth, o Gustave H en aquel control ruti­na­rio de tren, de­cide organizar su propio fracaso.

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