Hannah Arendt y los monstruos de la sinrazón
El filósofo Juan Arana se acerca muy interesado a la película de Von Trotta.
Los que vemos películas sin ánimo explícito de disfrutar los valores específicamente cinematográficos, apreciamos en grado sumo la virtud cinematográfica de la transparencia. Que no se nos hable de los movimientos de la cámara, del montaje, de la dirección de actores o de cualquier cosa parecida. Queremos ver una historia y nos gustaría creérnosla. Sabemos que hay muchas mediaciones, pero esperamos que además de cumplir su decisiva función sean discretas, invisibles, cómplices del olvido de su presencia.
Como inveterado no-cinéfilo certifico que la cinta Hannah Arendt ha colmado mis aspiraciones. Es una ventana abierta a otra época, a otras vidas, a una personalidad concreta e irrepetible. Tuve oportunidad de conocer cuando era niño los objetos que acompañan lo que aquí se cuenta: automóviles, muebles, decoraciones, paisaje urbano. Ignoro si aparecen tal como fueron, pero constato que son tal como los recuerdo, algo embellecidos por la dulce pátina de la nostalgia. Más allá de estos detalles casi fetichistas, agradezco a los responsables haber conseguido recrear la atmósfera espiritual y social de aquella época. Tengo la convicción de que la gente pasaba entonces apuros mayores que los nuestros, no obstante lo cual se preocupaba de cosas más importantes y menos previsibles. He tenido la fortuna de visionar una versión original subtitulada y, a pesar de mi escasa aptitud idiomática, es un placer escuchar aquellos exiliados -sin duda más alemanes que otra cosa, a pesar de haber sido repudiados por Alemania- hablando con rara perfección su lengua materna y condescendiendo con alguna rigidez a la de la tierra de acogida. No en último lugar la película es un tributo al arte de la conversación entre amigos y entre no tan amigos. El guión es sin lugar a dudas una obra maestra.
Pasará el tiempo y seguramente olvidaré los detalles e incluso el argumento de Hannah Arendt; pero creo que seguiré recordándola como una película sobre gente madura que fumaba sin parar. La omnipresencia del tabaco tiene algo de gesto provocativo: un acto de rebeldía frente al fundamentalismo higienista que nos abruma. Para justificarla cabe alegar que entonces era un hábito social muy difundido (y supongo que los personajes evocados participaban de él con entusiasmo). Pero hay algo más. La protagonista no asume el papel de abanderada de una pequeña causa: trata su adicción como algo que debiera ser controlado. Por ejemplo, ha llegado con sus alumnos al acuerdo de que no fumará hasta el cabo de una hora de clase. Bien es verdad que rompe su promesa cuanto tiene que enfrentarse a la universidad en pleno, por la simple razón de que necesita imperiosamente agarrarse -casi diríamos- a una tea ardiente.
Creo sin embargo que la anécdota tiene más que ver con lo antes apuntado: los que ocupan el centro del escenario son casi sin excepción personas maduras que han conocido adversidades y penurias sin cuento. Saben que la muerte ya está, como quien dice, a la vuelta de la esquina (la vieja dama enseña su guadaña al amigo de Jerusalén, también al marido de Hannah). Mantienen las espadas en alto, pero saben que el trecho por recorrer es corto. No están para perder el tiempo con experimentos, ni para empezar otra vez desde cero, ni para aguardar a la llegada de mejores tiempos. Ya no es hora de crecer hacia dentro o hacia fuera, de superar vicios, de adquirir virtudes… Todas esas cosas son privilegios o responsabilidades de los jóvenes. Dejarse ir, volverse cascarrabias o lamentoso son las alternativas del viejo. Ellos dejaron atrás la juventud y aún no han alcanzado la vejez. Viven el instante del “ahora o nunca”, el tiempo en que, como indica Borges, toda la existencia se adensa, porque llega “el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Muchos, la mayoría, dejan pasar en vano esa coyuntura y se convierten en viejos prematuros o en pseudo-jóvenes sin lozanía. Por eso es tan satisfactorio cuando por fin uno se levanta, deja de mirarse al ombligo, abandona sus obsesiones egocéntricas y dice de una vez por todas lo que tiene que decir. Sin divismos, sin pretender ocupar el centro de la escena para atraer la admiración (u hostilidad, que para el caso es lo mismo) del mundo. Tan solo por íntima convicción, para cumplir el sacrosanto deber que compete a la dignidad de la existencia humana.
Es bonita y atractiva la madurez de Hannah. Sobre su mesa están los retratos de los dos hombres de su vida: uno más pequeño del amor de juventud, el canalla Martin que abusó de su inocencia y después no dio la cara por ella. Otro más grande del amor logrado, su esposo Heinrich. La película pinta con delicadeza toda una constelación de detalles de cariño y complicidad entre la pareja, mostrando hasta qué punto el afecto y subsidiariamente la razón ofrecen una base más firme y bella para el enamoramiento que la pasión. Hannah no niega y en cierto modo tampoco renuncia a los errores pasados, porque al fin y al cabo hubo en ellos su parte de grandeza y acierto. Asume y rectifica; en eso consiste precisamente llegar a la plenitud humana. Sus compromisos con la filosofía, con la política, con el sionismo, están ahí, no hay por qué negarlos. Pero poco a poco han dado lugar a algo más hondo, más genuino: una vocación de servicio a toda la humanidad y a la verdad sin apellidos.
Hannah Arendt y los monstruos de la sinrazón: Una película con muchos implícitos
Con todo lo diáfana que es, la película tiene muchos implícitos. Un mayor conocimiento de la historia real que hay detrás no corrige, sino que añade resonancias a lo dicho y sugerido. En primer lugar, desde luego, el libro de Arendt sobre Eichmann y la banalidad del mal, pero igualmente interesante es la autobiografía de Hans Jonas, amigo y compañero de juventud y confeso enamorado de ella, que en la película rompe su amistad por una supuesta traición a Israel. En la vida real mantuvo una posición mucho más matizada, aunque no menos dolorida. Hannah y Hans fueron almas gemelas, judíos desligados de las tradiciones religiosas y culturales de su pueblo, amantes de una cultura occidental supuestamente racionalista que sin embargo los rechazó. El auge del totalitarismo cortó en seco un promisorio proceso de integración y evidenció, en las heridas abiertas de toda una generación, las mentiras de una racionalidad vacía expuesta a todos los desafueros de una voluntad de poder en tándem con el nihilismo ético. Ciertamente Lenin, Hitler y Stalin no surgieron por generación espontánea: salieron de una Europa que había dado la espalda a sus tradiciones religiosas sin poner nada serio en su lugar. Incluso la que probablemente fue la mejor cabeza del siglo XX, Heidegger, sucumbió a los encantos del nazismo por considerarlo “única” alternativa válida a la cosmovisión cristiana. En este naufragio generalizado de los que se dejaron llevar por el instinto, los afectos o la simple ambición, la razón fue una de las pocas tablas de salvación sobre la que los mejores supieron capear el temporal. Jonas cuenta en su libro que, después de haber pasado por todos los ismos y modas intelectuales de la época, después de haber apurado hasta las heces la copa del racionalismo, después de haber escuchado los cantos de sirena de revoluciones y nacionalismos, él y Hannah descubrieron en su madurez que lo único que quedaba en pie de todo aquello era la creencia en un Dios personal:
“Poco después, a solas con Hannah, volvimos a hablar de Dios, y ella me dijo: ‘Nunca he dudado de la existencia de un Dios personal’. A lo que dije: ‘Pero Hannah, ¡nunca lo hubiera imaginado! Y ahora sí que no entiendo por qué te quedaste tan extrañada la otra noche’. Y ella contestó: ‘Estaba conmovida por el hecho de escucharlo de tus labios, pues jamás lo habría creído’. De manera que ambos nos habíamos sorprendido mutuamente con aquella confesión (Hans Jonas, Memorias, Madrid, Losada, 2005, p. 370)”.
Esta nota contextual puede ayudar a comprender el sentido profundo de la película. El pueblo judío conoció en la época contemporánea la mayor tragedia de su larga historia. No seré yo quien discuta su derecho a encontrar un lugar en el equilibrio de poderes y amenazas de nuestro mundo. Pero al hacerlo se convirtieron de inmediato en parte y perdieron por el mismo motivo el derecho a erigirse en jueces de todos los males que habían padecido. Hubieran tenido que renunciar a devolver mal por mal. Arendt, en cambio, no permitió que su raza o su biografía empañaran la claridad de su juicio ni la imparcialidad de su dictamen. Su apuesta definitiva, la de madurez, fue una apuesta por la verdad, por defender lo que en conciencia sabía que era correcto, prescindiendo por completo de las conveniencias, de lo aconsejable, de lo que la gente quería escuchar, de lo que los controladores de la opinión pública pretendían imponer. La película se convierte entonces en un hermoso canto al coraje del hombre o la mujer cabales, que se enfrentan a la multitud, pronunciando con el corazón en la mano palabras que el viento no barrerá. Dicho sea al margen, a pesar de los inmensos defectos que arrastran, las democracias occidentales han tolerado -con frecuencia de mala gana- que este tipo de proeza ética se efectúe en su seno, algo bastante inusual en cualquier otro escenario.
Un último apunte. La épica es un género que fácilmente puede derivar hacia la teatralidad hueca. Lo que hace creíble el heroísmo de Hannah es que no pretende convertirse en un David matador de Goliaths ni en una Juana de Arco capitana de ejércitos. Tan solo quiere decir su verdad, único medio que dispone para aproximarse a la verdad. Y ello sin encumbrarse sobre un púlpito más alto que los otros: es una mujer de carne y hueso, tan atenta a lo inmediato como a lo lejano y trascendente. Primero tiene que corregir los exámenes de sus alumnos; solo después concluirá el libro. Cuando corre hacia el hospital donde su marido agoniza, ha buscado antes alguien para cubrir la clase que deja a medias. Estos detalles enseñan algo que nunca acabamos de aprender: la mejor forma de conseguir tocar el cielo con las manos es tener los pies bien asentados en el suelo. Diría para concluir que la Hannah Arendt de la película (y hasta donde llega mi información también la que realmente fue) reúne las mejores virtudes que tradicionalmente se han repartido los dos sexos: valentía y abnegación, coraje y cuidado. Tal vez se dibuje aquí una vía hacía el porvenir más esperanzadora que las que hasta ahora han esbozado las consabidas ideologías de género.
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