La mirada poética de Andrei Tarkovski | Apresar el cine de Andrei Tarkovski mediante conceptos es como pretender confinar el océano en un agujero hecho en la playa. El agua está para zambullirse. “Cuando uno ve un buen filme o contempla un cuadro o escucha una pieza musical se queda desarmado y lleno de entusiasmo, nunca por una idea, por un pensamiento, sino por la fuerza transformadora de la belleza”.
En una ocasión, una especie de brujo le dijo que iba a triunfar en el mundo del cine pero que solamente haría siete películas. Al entonces estudiante de cine le parecieron muy pocas y se rió de semejante profecía. Lo cierto es que a lo largo de su vida triunfó y ganó multitud de premios a pesar de que muchos dirían que sus obras eran difíciles de ver, incomprensibles y plagadas de elementos extraños. El espectador racionalista se afanará buscando símbolos cuando en realidad no existen, porque todo es más sencillo. “Esto hay gente que lo encuentra irritante, sobre todo aquellos que aspiran a conocer hasta el último detalle de cada cosa, como si fueran contables o notarios. Pero el poeta no es ni lo uno ni lo otro”.
Dice María Zambrano que “la poesía desciende a diario sobre la vida, tan a diario, que a veces se la confunde con ella”. En el caso de Tarkovski este descendimiento a lo esencial está plagado de renuncias. El color, entendido por el ruso como algo puramente fisiológico, se encuentra desaturado o directamente eliminado. Se desprende de toda literatura, especialmente en los diálogos. La banda sonora es exactamente eso: un conjunto de sonidos respirando orgánicamente junto con el resto de elementos, pero nunca música añadida y efectista. Los efectos especiales brillan por su ausencia y el montaje es prácticamente inexistente. En las reconstrucciones históricas el vestuario juega un papel menor y nunca se enreda en detalles nimios, hasta el extremo de no querer mirar a través de la cámara salvo estricta necesidad.


Imágenes en lugar de símbolos
Se desentiende de todo excepto del tiempo y sus ritmos, esforzándose por “lograr que el tiempo resulte perceptible dentro de una toma. Éste llegará a ser tangible cuando uno siente que algo significativo, verdadero, está ocurriendo más allá de los acontecimientos que vemos sobre la pantalla”.
Verdadero quiere decir real, sin mediación de lenguaje porque para Tarkovski, “el cine no tiene lenguaje, como tampoco la música. La imagen musical tiene una inmediata e íntima relación con el que escucha, porque no hay intermediario, ningún factor artificial que medie entre ellos”.
Tarkovski rechazaba los símbolos porque son tremendamente limitados. Lo decía Christian Petzold en el número anterior de nuestra revista, hablando de Bárbara: “No queríamos símbolos. Basta con entenderlos, pero nunca aportan más de lo que ya se sabía”.
La obra de nuestro guionista y director no tiene una única lectura, al igual que de la vida no se desprende una interpretación cerrada. Su cine es más bien como las astillas de Claudio Magris: “En una astilla puede estar el mundo, pero ésta es algo si no es solo una astilla, sino el mundo”.
Astillas, es decir, imágenes como él mismo sugiere: “La imagen poética es una metonimia en la que la cosa más pequeña -la imagen- sustituye a otra, la más grande -el mundo-”. Un pensamiento que ya estaba en Anaxágoras: “Pues en toda cosa hay una porción de toda cosa”.
Algunas imágenes son sencillas y poderosas, como el vuelo y la levitación, el silencio, la naturaleza… o el agua, omnipresente en toda su obra. Akira Kurosawa lo consideraba el director que mejor ha rodado escenas con agua. Y es que el agua es quizá la imagen más clara y sencilla de la vida. Y la más querida por el cineasta ruso.
Imágenes sencillas e imágenes muy complejas que expresan la mirada poética de Tarkovski.
Niños liderando tareas imposibles
Cuando ya no queda ninguna esperanza de atravesar las líneas enemigas, el ejército ruso encuentra una solución arriesgada: un niño-correo, que con un poco de suerte podrá pasar inadvertido por los alemanes.
En La infancia de Iván el sufrimiento del chaval en sus idas y venidas es comparable al del pequeño Boriska en Andrei Rublev. En el último capítulo se nos muestra un niño que debe enfrentarse a la difícil tarea de construir una enorme campana. El encargo procede del Príncipe y participará todo un ejército de campesinos durante varias jornadas agotadoras de trabajo. En la campana se resumen todas las esperanzas de fuertes y débiles, debe tener un sonido potente y armónico. El campanero se llevó hace tiempo sus secretos a la tumba, pero su hijo da un paso adelante, se pone al frente mintiendo sobre su nula capacidad, y convence a todos para ser elegido como jefe. Boriska construyendo campanas y Andrei Tarkovski creando poemas visuales. Los resultados en ambos casos serán obras excepcionales.
El espejo es una obra muy compleja y a la vez sencilla. El debate posterior al estreno fue muy acalorado, nadie se ponía de acuerdo.
Reflejos en un espejo
El filme más poético de Tarkovski es, seguramente, El espejo. Un complejo sistema de imágenes que mezcla recuerdos, poemas de su padre Arseni, retales de documental histórico, recreaciones de la infancia del propio director en una amalgama de realismo y ensoñación. A propósito del efecto que la película iba a provocar en los espectadores hubo alguien que colgó una nota que decía: “… hay que ver El espejo como se contemplan las estrellas, el mar o un paisaje bello. Se echará de menos la lógica matemática. Pero ésta, en el fondo, no explica qué es el hombre y en qué consiste el sentido de su vida”.
En realidad se trata de una única imagen de cien minutos de duración que muestra la esencia del alma de un poeta: “El poeta es una persona con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño. Su impresión del mundo es inmediata, por mucho que se mueva por las grandes ideas del universo. Es decir, no “describe” el mundo, el mundo es suyo”.
El espejo es una obra muy compleja y a la vez sencilla. El debate posterior al estreno fue muy acalorado, nadie se ponía de acuerdo. Finalmente, viendo que se retrasaba la hora de ponerse a barrer, la encargada de la limpieza intervino para explicar su visión de la película: Es la historia de un hombre que hace balance de su vida. Repiensa todo su pasado y siente vergüenza, antes de morir, por el modo en que ha vivido, por no haber dado a los demás todo lo que debía.
Y tenía razón aquella mujer.
Un silencioso guía en una Zona misteriosa
“Escribir tiene sentido cuando el creador puede mejorar”, le dice el escritor al protagonista de Stalker, un extraño personaje que guía previo pago a aquellos que desean visitar la Zona, un lugar donde no se cumplen las leyes habituales, una grieta en el sistema, convenientemente acordonado por el ejército. En el núcleo de este peculiar paisaje se encuentra una sala donde se cumplen los más profundos deseos y aspiraciones. No aquellos que se dicen en voz alta sino los arraigados en el corazón. El guía no siempre está seguro de su misión pero nunca se detiene. Es el personaje más querido por Andrei Tarkovski.
Tanto Solaris como Stalker pertenecen al género de la ciencia ficción, aunque eso en el universo tarkovskiano no tiene ni la más mínima repercusión. “En ninguna de mis películas se simboliza algo. La Zona es sencillamente la Zona. Es la vida que el hombre debe atravesar y en la que o sucumbe o aguanta. Y que resista depende tan solo de la conciencia que tenga en su propio valor, de su capacidad de distinguir lo sustancial de lo accidental”.
Un sacrificio más allá de lo aceptable
Después de haber rodado Nostalgia, su sexta cinta, Tarkovski se dispuso a narrar Sacrificio, la historia de un hombre que percibe una llamada a entregar su vida y todo lo que posee para salvar a la humanidad. Destruirse a sí mismo para evitar que el mundo quede devastado por una amenaza nuclear: “La mayor libertad moral que cabe concebir consiste en sacrificarse voluntariamente en nombre del amor”.
El argumento es completamente descabellado, porque además nadie debe enterarse del suceso. Es el tipo de amor más elevado: unidireccional, absoluto, sin esperar nada a cambio: “El amor humano es ese milagro capaz de oponerse eficazmente a cualquier especulación sobre la falta de esperanza en nuestro mundo”.
En medio del rodaje se le diagnostica un cáncer. Sacrificio sería, efectivamente, su séptimo y último largometraje. A ningún director de cine se le exige que lleve su coherencia cinematográfica a su propia vida, fusionando el obrar artístico con el obrar moral, pero para Andrei Tarkovski esto sería inaceptable.
Una prueba de ello es la pequeña semblanza que nos dejó Erland Josephson, el actor sueco encargado de dar vida al personaje principal de Sacrificio: “Su presencia despertaba en uno el sentimiento de estar cara a cara frente al milagro de la vida. Él mismo estaba siempre asombrándose de esta cuestión. Y al mismo tiempo bromeaba, se reía y jugaba… era una persona muy abierta, inocente como lo son muchos artistas, un hombre de paradojas: podía ser abierto y misterioso a la vez, bromista y serio; era capaz de una ternura especial y tenía la habilidad de conmover a una persona con su particular gentileza”.
Arturo Peris
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