El dirty realism en el cine: Realidad made in América
«La sombra de Hollywood es alargada y los productos indies acaban siendo un modo comercial más del sistema».
La narrativa norteamericana sigue exprimiendo el limón del realismo sucio, al que parece que aún le quedan gotas de suficiente concentración. Los lectores de medio mundo continúan reconociéndose en los relatos de los ya fallecidos Raymond Carver y John Cheever y de los aún en activo Philip Roth (1933- ), Richard Ford (1944- ) y Tobias Wolff (1945- ).
La joven generación de narradores está ahora centrada en la «escombrera familiar»: el divorcio, la infidelidad, la legitimación del sexo sin vínculos, la clase media agonizante de bienestar. La sobrevalorada y, en mi opinión, hueca Libertad de Franzen, es un intento fotográfico más en esta dirección.
Y es que, en el elenco de fascinaciones que literatura y cine ofrecen, está el chequeo a la realidad, la capacidad de atrapar en una página o en una secuencia cosas que suceden «exactamente así», la sutura tenue de la que está hecha la vida. Mostrar en un párrafo o en una toma lo que nos pasa, incluso desconociéndolo, ataca directamente el nervio de nuestra humanidad y por eso conmueve.
En definitiva, conseguir superar la dificultad enorme de narrar lo inenarrable es algo que sólo ocurre a veces y que hace grandes a los grandes. Una o dos secuencias verdaderas bastan para hacer de una película una gran película, unas cuantas páginas son suficientes para endiosar a un escritor.
Raymond Carver (1938-1988), padre del realismo sucio literario, aprendió a ser realista de Chéjov, e hizo de la cotidianidad su mejor herramienta: «Hace unos años leí una carta de Chéjov que me impresionó. Era una especie de consejo: amigo, no tienes por qué escribir sobre héroes que llevan a cabo actos memorables y extraordinarios -en aquella época yo era un estudiante y aún leía obras con princesas, duques y batallas por la corona- pero, al leer aquella carta de Chéjov y sus relatos, empecé a ver las cosas de otra manera».
El creador del cine realista americano: John Cassavetes
Para John Cassavetes (1929-1989) la ficción era realidad, él es el realismo sucio en el cine. Su lucha personal configuró lo que en la actualidad conocemos por cine independiente: la batalla por mantener el control artístico sobre la obra, la voluntad de apartarse de Hollywood y de apostar por la total realidad en un cine más humano, psicológico, emocional.
En una magistral descripción, Peter Falk, su amigo y uno de sus actores fetiche, decía acerca de Cassavetes: “Alguien dijo que el hombre es Dios en ruinas, John veía las ruinas con una claridad que ni usted ni yo podemos soportar”. Y Cassavetes dijo de sí mismo: “Mis filmes son la verdad”, no le faltaba razón.
Sus películas son austeras, sin excesos explicativos, desnudas formalmente; rodadas de forma secuencial transmiten emociones de seres humanos en la sociedad que los ha hecho así. No van contra el sistema, pero exponen sus consecuencias. Cassavetes es Chéjov a la letra: “Nada de efusiones verbales político-económico-sociales. Objetividad de principio a fin. Veracidad y realismo en la descripción de los personajes y de las cosas. Extrema brevedad. Corazón cálido: trabajar simultáneamente bajo un halo de responsabilidad no aliviada y de distracción permanente”.
Una mujer bajo la influencia, probablemente su película más redonda, es un compendio perfecto de todo eso. Este vital anhelo de realidad del iniciador del cine independiente, que también mantienen las letras made in USA, parece sin embargo algo abandonado en el cine estadounidense.
En las últimas décadas, se han desperdiciado reiteradamente textos del realismo sucio en producciones de escasa valía. Vida de este chico (Michael Caton-Jones, 1993) es un ejemplo, la novela de Tobías Wolff se merecía más. Y algo similar pasa con las adaptaciones de Carver, exceptuando quizá Short cuts (Robert Altman).
En cuanto al cine independiente, se evidencia con demasiada frecuencia que la sombra de Hollywood es alargada y los productos indies acaban siendo un modo comercial más del sistema. La última oleada, el llamado mumblecore (el significado del término es algo así como hablar entre dientes), es una colección de películas de veinteañeros con verborrea incontrolada acerca de la nada, presupuestos ajustadísimos -quizá lo único genuinamente independiente-, y temática unidireccional en torno al existencialismo post-universitario (Funny Ha Ha, Bujalski, 2002). La marca Sundance está devaluada.
Pero más allá de estas dificultades, la cuestión es si en los States hay directores que buscan, si está alguien interesado en ese ángulo, o hay que concluir que se ha borrado definitivamente el rastro de Cassavetes.
Payne y McCarthy: bocados de realidad
Ni Alexander Payne (Omaha, Nebraska, 1961) ni Thomas McCarthy (New Jersey, 1966) quieren ser clasificados como cineastas independientes: “Desde mi punto de vista, soy un cineasta que trabaja en la más pura tradición de Hollywood”, dice Payne. McCarthy añade: “No me gusta la palabra independiente, parece sinónima de cine feo”. No son Cassavetes ni lo pretenden, quizá compararlos sea gratuito y, sin embargo, aman la realidad tanto como él.
Payne comparte con Cassavetes algo más que sus orígenes griegos. Su cine, a pesar de lo que él diga, se mueve entre lo comercial y lo independiente. Con un humor consciente del absurdo de la vida, alejado de la tensión dramática de Cassavetes, hace un tratamiento parecido en los personajes y en los temas: el envejecimiento, la infidelidad, las crisis de la edad adulta.
Los descendientes, Oscar al guión adaptado 2011, fue todo un hallazgo con carcasa de TV movie setentera. “La gente sufre en todas partes”, dice Payne, “incluso en Hawai”, y continúa “la vida es sutil, no es enfática. Pueden suceder cosas dramáticas y no darte ni cuenta. Simplemente pasan. Si no hablas de esos momentos, si no los escribes, o si no les haces una foto, inmediatamente se pierden en la Historia. Todo lo que ocurre en una película es dramático, pero no tiene que ser enfático”.
Thomas McCarthy (Vías cruzadas, The visitor, Win win) es actor además de director, al igual que Cassavetes, por eso su dirección de actores es precisa. Es uno de esos cineastas que tiene el arte de hacer fácil lo difícil, sus guiones cuentan historias que le pueden pasar a cualquiera, debajo de las que están los conflictos del hombre moderno.
Cassavetes, Payne, McCarthy chequean la realidad de modo muy diverso, pero emplean una misma fórmula, producciones asequibles apoyadas en un casting determinante que combina actores consagrados a los que despojan de toda aura -sólo hay que pensar en el Clooney de Los descendientes– con secundarios no profesionales a la caza de más realismo. Recordemos que Cassavetes rodaba casi siempre con familiares y amigos.
Abordan los temas con una visión diagnóstica, sin tratamiento, pero alejada de todo cinismo. Ésta es una dirección que merece la pena recorrerse. La realidad es una cantera prodigiosa, las buenas historias tratan siempre de la gente y se abren paso en el corazón y en la inteligencia cuando hay honestidad en su fondo. Ningún guionista, ningún director debería olvidar que el espectador posee un potente radar contra la falsedad difícil de esquivar: su propia humanidad.
El firme terreno de la realidad sigue siendo un sendero transitable para quien va en busca de historias, pero hay que pisarlo de puntillas, buscando siempre en el personaje la verdad del hombre por oculta o enterrada que esté. Cuando esa búsqueda existe en una obra, siempre se aprecia, y si la verdad se encuentra, aunque sea solo en una secuencia, la película sobrevivirá al paso del tiempo.
Suscríbete a la revista FilaSiete