Susanne Bier: Materiales de contraste
Susanne Bier. Bodas, cenas familiares, comidas, confortables y blancos interiores nórdicos, dormitorios infantiles, allí transcurre la acción.
Los materiales de contraste son compuestos que se ingieren antes de determinadas pruebas, un TAC o una resonancia magnética, para mejorar las fotografías que se van a tomar en el interior del cuerpo. Permiten al radiólogo distinguir las condiciones normales de las anormales haciendo que ciertas estructuras o tejidos se vean diferentes de lo que se verían si el contraste no hubiera sido suministrado.
Susanne Bier, la cineasta danesa de 53 años adscrita inicialmente al Dogma 95 y ganadora de un Oscar en 2011, hace de esa técnica su mejor herramienta narrativa: sin piedad, como administra un profesional sanitario un procedimiento, nos inyecta en cada una de sus películas un compuesto de difícil ingesta.
Susanne Bien: Equilibrio de confrontación
El material de contraste que utiliza Bier es siempre un relato de tercer mundo, de marginalidad, que ayuda a diagnosticar mejor las enfermedades por las que agonizan los estados del bienestar.
Repasando su filmografía reciente, se evidencia el equilibrio de confrontación con el que arma sus historias: en Después de la boda (2006) a un lado de la balanza coloca un orfanato en la India, en Brothers (2004) filma la violencia bélica en Afganistán, En un mundo mejor (2010), la película del Oscar, el horror viene de Africa y en Cosas que perdimos en el fuego (2007), la drogadicción neoyorquina es el mundo marginal.
Dinamarca está en las antípodas del subdesarrollo, los daneses confían en sus políticos, consideran su democracia como un modelo de gobierno perfecto y se muestran encantados de pagar impuestos: en 2007, el ministro de finanzas anunció una reducción tributaria y hubo una protesta masiva bajo el eslogan: “Sí, al bienestar para todos – No a la reducción de impuestos”.
Ésa es la sociedad que pone Bier al otro lado del travesaño, antitéticamente, colocando la cámara en lo que realmente le interesa: la llaga que supura en la evolucionada, segura y confortable sociedad danesa, el dolor que hace presa en los vulnerables individuos del primer mundo.
Esto lo hace incluso en su última película, Amor es todo que necesitas (2012), donde se desmarca del drama -o eso nos hace creer- para pasarse a la comedia. Así lo explica: “No usamos el humor y el romance para suavizar dificultades, sino para resaltarlas aún más, para contrastar los dos mundos, permitiéndonos retratar a nuestros personajes en toda su dicha y desdicha, y con toda la precisión y ternura que se merecen”.
Golpeados, abatidos, desnortados
¡Qué tremendamente frágiles son los personajes de Susanne Bier!: golpeados por la infidelidad (a pesar de varias generaciones de daneses sexualmente liberados, sigue doliendo como casi ninguna otra cosa), abatidos por la muerte que se presenta sin pedir permiso, sepultados por el peso de la culpa, incapaces para el perdón, desnortados para educar y armados pobremente con una ética sustentada en la nada, con dinero, o con las propias fuerzas y, siempre, sedientos de afecto.
Bier filma la emoción, el dolor, la soledad en el punto mismo en el que afloran, desde donde salen al exterior
Por eso lloran, calladamente o a lágrima viva. Hay abundante metraje de llanto silencioso y de llanto incontenible en sus cintas. Bier filma ojos, ni siquiera filma miradas, filma pupilas, iris, córneas, pestañas, lacrimales… Filma la emoción, el dolor, la soledad en el punto mismo en el que afloran, desde donde salen al exterior.
Después de esos clímax emocionales, la realizadora suele dar tregua con el trabajo de Morten Soborg, su director de fotografía. Soborg intercala, a modo de transiciones, planos de naturaleza con estéticas simetrías y sorprendentes contrastes de color, o primerísimos planos en los que Bier vuelve a hablar: una araña en su tela, un insecto diminuto, una hoja levemente movida, el miedo, la pequeñez, la fragilidad…

Interiores nórdicos
Todo ese inestable retablo sentimental lo coloca indefectiblemente en el mismo lugar, donde más duele, en el ámbito familiar. El único dolor que hiere más que el hierro es aquel que procede de nuestros familiares, dice una sentencia árabe. Bodas, comidas, cenas familiares, confortables y blancos interiores nórdicos, dormitorios infantiles, allí transcurre la acción. Y niños… Bier puebla sus historias de niños, a los que dirige extraordinariamente.
Con las relaciones familiares como elemento básico de la narración, se entiende mejor por qué la danesa necesita de la violencia y del contraste, ésa es la opción para que sus melodramas no lleguen a ser lacrimógenos, la violencia es, en parte, lo que le permite levantar el vuelo y lo que evita que se deslice por la pendiente del culebrón que está tejido con los mismos hilos.
Con toda probabilidad, los restos del Dogma salvan al cine de Bier de una catástrofe edulcorada en la que, sin embargo, cayó de bruces en su aventura americana
Susanne Bier: La herencia Dogma
Y está además la forma de filmar en la que se reconoce a primera vista la herencia Dogma, movimiento del que Bier es hija primogénita. Con toda probabilidad, los restos del Dogma salvan al cine de Bier de una catástrofe edulcorada en la que, sin embargo, cayó de bruces en su aventura americana. Cosas que perdimos en el fuego (2007) es lo mismo, pero diferente, le falta “dogmatismo” y se nota, se quedó en producto televisivo. El remake americano de Brothers, que dirigió Jim Sheridan, cojea del mismo pie.
Las huellas del Dogma se reconocen con facilidad en sus películas, vienen por ejemplo a la cabeza varias secuencias de tensión dramática o romántica en las que Bier, fiel al segundo postulado del manifiesto, prescinde de toda música cuando lo esperado hubiera sido que sonara, como mínimo, la quinta sinfonía de Mahler. Y es que Bier, en particular, y todo el cine que vemos hoy, en general, le debe mucho al Dogma. Se quiera o no, el cine post 95 nunca será igual que el anterior, basta con asomarse a Vimeo y comprobar su adulterada implantación.
Diagnóstico generacional
La violencia y el Dogma funcionan eficazmente como contrapunto, pero es Anders Thomas Jensen, guionista habitual de Bier, quien hace el trabajo definitivo proporcionando a las películas de la realizadora una importante carga de profundidad. No es habitual en la cultura contemporánea plantear desconfianza acerca del “credo moral” con el que nos manejamos y Jensen, al menos, lo cuestiona y acierta a dar forma a las rupturas del sistema de vida que la posmodernidad ha entronizado.
Es interesante comparar desde este ángulo la filmografía de Bier y la de sus compañeros de generación: Lars Von Trier y Vinterberg. Ellos lo hacen desde perspectivas más sombrías, pero todos coinciden en levantar una sospecha sobre el final del camino del materialismo práctico.
A ese final se asoma también una escena de Blue in the face que cita Hilario J. Rodríguez en su libro sobre Lars Von Trier. En un momento determinado, Lou Reed hace un pequeño cameo y dice: “Me da miedo por ejemplo Suecia. Ya saben. Es como un vacío. Todos están borrachos. Todo funciona. Te paras en un semáforo y si no apagas el motor la gente se te acerca y te habla de ello. Vas al botiquín, lo abres, y encuentras un cartelito que dice: ‘En caso de suicidio llamar a…’. Enciendes la televisión y ves una operación de oído. Esas cosas me asustan”.
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