Cristo, Pasión y Esperanza, de Pascual González
Cristo, Pasión y Esperanza, de Pascual González

Cristo, Pasión y Esperanza, de Pascual González

Cristo, Pasión y Esperanza | Pascual González y Cantores de Híspalis estrenan un concierto operístico flamenco sobre la vida de Cristo que ha comenzado su gira por veinticinco ciudades españolas.

Cuando Pascual González le mostró su obra musical al maestro Távora, éste le dijo: «Niño, esto que has he­cho es una ópera flamenca». Salvador Távora, el drama­tur­go, el renovador del teatro independiente andaluz con el mundo del flamenco.

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El fundador de Cantores de Híspalis había parido con do­lor la vida de Cristo como jamás ha sido cantada y ve­nía a presentarle la criatura. No ha habido en estos vein­tiún siglos muchos artistas que se hayan atrevido a hacer algo así, no desde luego con estas proporciones cósmicas, compromiso de fe, hondura teológica y sentir po­pular.

Pero es que la obra Cristo, Pasión y Esperanza es un Mi­lagro. Así se llama el primer canto que acompaña con per­cusión étnica y aire oriental la voz rota de Pascual: «Oh, Señor del Gran Poder, dame la cruz de tus manos y el calvario de tus pies para poder pregonarte y alabar tu Omni­potencia y de por vida entregarte por los caminos del arte el cielo de mis creencias». No es licencia artísti­ca. Que Pascual esté vivo es cosa de Dios, y que hable, de los médicos y de su tenacidad. Todavía aprieta la vál­vula pero confía en que llegará el día en que pueda prescindir de ella. Su cruz y calvario son dieciséis operaciones de cáncer de laringe y una laringectomía.

«Yo creía que no iba a hablar más pero tenía el consuelo de que no me habían cortado la cabeza y que podía seguir pensando, componiendo y tocando la guitarra», bro­mea. El doctor Serafín le había dicho que había he­cho todo lo que podía y que ahora le tocaba a él. «Hubo un momento en el que pensaba que me moría, los esca­lo­nes del hospital Macarena me parecían el Himalaya, pe­ro lo superé, recuperé la ilusión y le pedí al médico que me quitara los cables que tenía en la mano derecha pa­ra poder escribir».

Cristo, Pasión y Esperanza
Cristo, Pasión y Esperanza

Y escribió; en el hospital, y luego en casa. A Milagro le sigue Obertura. La Creación del mundo. La Redención vis­ta desde el origen, desde el «Hágase»… «Y vio Dios que era bueno». Con instrumentos de viento y cuerda, so­nes árabes que crecen hasta desarrollar una música épi­ca acompañada de coros. Las aguas de arriba y las de abajo; el sol, la luna. Todo está ahí, sí, pero por ese pe­dazo de tierra entre el Tigris y el Éufrates, el paraíso te­rrenal, y más al oeste, llegada la hora, junto al Jordán.

A Tierra Santa fue el compositor y poeta cuando se sin­tió mejor. Allí el padre franciscano Silvio le dio todas las connotaciones para que pudiera escribir esta obra de for­ma personal «con la deformación por no decir mara­vi­lla de ser sevillano -cuenta-. Porque todos los sevillanos que vamos a Tierra Santa lo hacemos con la pasión ta­tua­da. Fueron diez días divinos, vine cambiado totalmente. Pa­ra un hombre de fe fue encontrarme cruzando la barrera del no poder al ya puedo, de estar malo a es­tar bueno. No porque sucediera ningún milagro, que sí lo hubo, sino por­que la fe mueve montañas y conmigo lo hizo».

Lo que llevaba innato y lo que vivió en su viaje dio co­mo resultado esta obra, Cristo, Pasión y Esperanza, don­de la música oriental está presente en todos la cantes con distintos acentos fusionándose con el flamenco, las marchas procesionales, óperas clásicas reinterpreta­das, canciones tradicionales y propias de Cantores, saetas, sonidos de la vida y pasión del Señor. Hay monólo­gos, diálogos, interpelaciones. Todo mezclado de una ma­nera arriesgadísima, genial casi siempre, pueril e irre­gular a veces.

Decía Salvador Távora hace unos años en una entre­vis­ta concedida a Jauma Collell para La Vanguardia: «Hay que estar abierto a las combinaciones. Nuestro tea­tro es un grito de lamento, que contiene desde flamen­co a Verdi y Mozart, desde la pintura al movimiento. Sim­plemente obedecemos al impulso de ordenar. (…) El ar­tista descubre el orden de las cosas, además de reflejar en ello su sentimiento interior». Y es lo que hay en es­te aparente caos de Pascual González: concierto, ópera fla­menca recogida en un CD con libro conmemorativo, gi­ra por veinticinco ciudades que acaba de comenzar, es­pec­táculo audiovisual de apoyo… Esto no ha hecho más que empezar. Alguien seguirá, completará la esceno­gra­fía. Seguro.

El nacimiento del Señor arranca alegre con el villanci­co Campanilleros para mezclarse con la marcha Pasan los Cam­panilleros, de Manuel López Farfán, con letra pro­pia y personal cantada por un alma de niño: Dios ha na­ci­do/ en el belén que hay en mi corazón/ siempre con­mi­go/ por los caminos de su pasión. Otra vez teología pro­funda. Encarnación y Redención de la mano con se­vi­llanas maneras. Y después, la letra del villancico inser­ta­da en la marcha que interpreta la Banda de cornetas y tam­bores de Nuestra Señora del Carmen de Málaga para aca­bar a lo grande. No cabe más que maravillarse.

En El hijo del carpintero hay algo parecido. Sonidos de clavos -de nuevo el eco de la Pasión- y alternancia rít­mica de serrucho. Voz queda de Cantores de Híspalis pa­ra la huída a Egipto, el regreso a Nazareth, etc. Y el se­rrar que se transforma en racheo de costalero para con­tinuar con una marcha hasta la entrada triunfal en Je­rusalén.

Cristo, Pasión y Esperanza
Cristo, Pasión y Esperanza

A partir de Jerusalén, el tono se vuelve grave, dramático. Y el Adagio de Albinoni con letra ad hoc le pone el sen­timiento adecuado: es Jesucristo el que habla en la Úl­tima Cena. Mientras que en Antes que cante el gallo re­gresa la marcha, esta vez Mater Mea, de Ricardo Dora­do Janeiro, con la traición de Judas, la negación de Pe­dro y el traslado a las casas de Anás y Caifás. La focali­za­ción cambia. Es el cristiano que observa lo sucedido, Pas­cual González haciendo esos recorridos en su viaje a Jerusalén, para acabar con un acto de amor uniendo su voz a la de todas las expresiones españolas de la Semana Santa: balear, montañés, maño, pallés, logroñés. Des­pués de Jerusalén no hay lugar donde se viva mejor la Pasión de Cristo que la piel de toro.

La voz quebrada de Pascual, junto con los sones orien­tales, es el nervio que atraviesa toda la obra. Ahora narrando la llegada a casa de Pilatos con una bellísima melodía con la voz de Jesús diciéndole al pretor lo que no sale en los Evangelios: Yo soy Cristo, y final gran­dioso con el Coro de Julio Pardo. Estos dos últimos can­tos, junto con Ecce Homo, crean una composición de gran intensidad narrativa que culmina con el niño que ha crecido en la fe y se sorprende ante la cobardía de Pi­latos: “Por qué te lavas las manos Pilatos, por qué/ si la­vándotelas sentencias a todo el pueblo cristiano”. Sae­tas y coros en un diálogo maravilloso.

Jesús nazareno tiene algún episodio más débil, a mi pa­recer, el del canto a María, de letra menos trabajada, que roza la cursilería, pero dos momentos, épico y dramático, que acaba con una salida procesional y parte de la letra Silencio, sevillana de Cantores.

Podríamos seguir pero no hay espacio. Las siete pala­bras es una belleza. Muerte y Resurrección y Vida, un pro­digio, con el Concierto de Aranjuez, del Maestro Rodrigo; La muerte no es el final, de Garabaín y el Coro de los esclavos de Nabucco, la ópera de Verdi. Para acabar con Nazareno y Gitano, propia de Cantores de Híspalis, y la interpretación que hicieron de la Saeta de Serrat.

«Siento la presencia de Cristo todos los días -decía Pas­cual González, en la primera rueda de prensa en la Ca­pilla del Museo- y mucho más después de lo que me ha to­cado vivir. Por eso la obra termina con un tema Muerte, Resurrección y Vida. Con música de Verdi pregona­mos que Cristo vive entre nosotros». La cruz redentora de Jesús, en manos del cristiano de hoy, y de mañana. Cris­to, Pasión y Esperanza es un acto de fe cantado por un trovador.

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