Cine y alrededores. El documental Ríos y mareas: lo primigenio es primordial
Ríos y mareas | El mejor cine documental centrado en la praxis artística, realizada y explicada por artistas contemporáneos inmersos en sus procesos creativos, implica un rico juego especular: el registro de dichos trabajos, constituye a su vez el del documentalista, un alumbramiento subordinado a los de los artistas. El fruto surgido de dicha dependencia es pues autónomo, pero nunca independiente.
Baste recordar dos ejemplos paradigmáticos: El misterio Picasso (1956), de Henri-Georges Clouzot, en torno a Picasso; El sol del membrillo (1992), de Víctor Erice, sobre Antonio López.
Justo en estas coordenadas se sitúa esa parte de la filmografía del cineasta, director de fotografía y montador alemán Thomas Riedelsheimer (1963), centrada en artífices que comparten una inagotable afinidad creativa: la íntima cooperación con la naturaleza, los elementos, la tierra.
De ahí Touching the Sound: A Sound Journey with Evelyn Glennie (2004), en torno a la poética sonora de la escocesa Evelyn Glennie, percusionista sorda; o Breathing Earth: Susumu Shingu’s Dream (2012), sobre el arte eólico del japonés Susumu Shingu; o Leaning into the Wind (2017) y, en particular, Ríos y mareas (2001), inmersiones ambas en el telúrico arte del inglés Andy Goldsworthy.
Subrayado también por la idónea música de Fred Frith, Riedelsheimer filma desde el pleno respeto al trabajo del británico. Se deja imbuir por sus palabras y acciones, pero consciente a su vez del amplificador poder de su propia tarea preservadora.
No en vano, ésta trasciende el soporte en que Goldsworthy ‘conserva’ casi toda su obra: la fotografía. Riedelsheimer despliega pues su propia progresión creativa con tesón y paciencia, al dictado del tiempo; como el inglés. De ahí que dicha identificación, lejos de opacar el trabajo de Goldsworthy, contribuya a hacerlo más comprensible, a transparentarlo.


Su land art de aliento budista, es efímero, está sometido al devenir, no reta al tiempo permaneciendo. Pero es arte, resultado de un profundo conocimiento de los materiales, la pericia para tratarlos, su resolución estética plena de sensibilidad, sus sólidos conceptos y fines.
La belleza y armonía que las obras de Goldsworthy desprenden, les viene dada antes de ser. Orgánicas, minerales, vegetales, líquidas… son intervenciones cooperativas con el dinamismo y la fluencia de los ciclos y ritmos naturales, fruto de una paciente y laboriosa contemplación.
Estas creaciones son donaciones, pues emanan de la inherente gratuidad de la tierra, materia constitutiva de la obra. De ahí que, como ser inmerso en el mundo, el observador pueda recibir tierra y obras como sendos regalos, jerárquicos entre sí: ésas por participación en aquélla. Tal vez por eso, el arte de Goldsworthy entrañe una honda resonancia humana.
La generosa ‘inutilidad’ de su labor lo sitúa en el orden de lo primigenio y primitivo; en el antípoda de la mercantilización. El ser humano ante un arte hecho de naturaleza (un don gratuito per se), realza ésa, mientras aboca al observador a desprenderse de todo lastre y prejuicio que anule su vinculación con lo originario.
Riedelsheimer patentiza que en las obras de Goldsworthy hay algo mítico y esencial; como un regocijo edénico que remite a los juegos atávicos e infantiles, más allá y a pesar de los eventuales sinsabores de su trabajo contra-tiempo las mareas, contra-corriente las aguas…
Por eso su arte remite al niño (y científico y filósofo…) aristotélico, en tanto que ser ávido de conocimiento, aprendizaje y sentido, inmerso en la búsqueda, el asombro y la humildad. De ahí que, a fin de cuentas, el suyo sea un arte enraizado en la fascinación y el encantamiento.
⇒Grandes documentales recientes
Suscríbete a la revista FilaSiete