Artesano del cine, Emilio Ruiz del Río no dudó en los últimos años en integrar sus efectos visuales con las más modernas tecnologías, y fruto de esta sabia combinación fue el excelente trabajo que obtuvo en Nadie conoce a nadie, de Mateo Gil.
Es, indudablemente, una de las grandes figuras del cine español: su filmografía está formada por cerca de 500 películas en las que participó a lo largo de una carrera de casi 65 años; trabajó a las órdenes de Stanley Kubrick, David Lean, Nicholas Ray, Richard Lester, Robert Siodmak, Georges Cukor, Joseph L. Mankiewicz, Luis Buñuel y David Lynch, entre otros muchos, y estuvo nominado diez veces a los Premios Goya, siete de ellas de modo consecutivo; consiguió tres: por Acción mutante (1992), de Álex de la Iglesia, Nadie conoce a nadie (1999), de Mateo Gil, y El laberinto del fauno (2007), de Guillermo del Toro.
Entró en el cine como dibujante y pintor de decorados y forillos (telas pintadas que se ponían al fondo de los decorados) en los estudios Chamartín. La Guerra Civil había terminado poco antes y por entonces aún faltaba mucho para consagrarse como uno de los mejores en su especialidad. Tuvo dos grandes maestros, Enrique Salvá, de quien aprendió cómo hacer forillos, y el decorador de origen alemán Sigfrido Burman, que importó de su país de procedencia la escenografía pintada sobre cristal. Con el tiempo, Emilio Ruiz del Río llegó a adquirir prestigio internacional con esta técnica que permitía, por ejemplo, superponer un castillo, pintado en cristal, sobre una montaña, colocando éste a una distancia precisa entre la cámara y la montaña. Como el cristal tenía el inconveniente de su fragilidad, Ruiz del Río lo acabó sustituyendo por chapas de aluminio pintadas que se colocaban con bastidores también ante la cámara.
Su extraordinaria capacidad de artesano de efectos visuales le permitió combinar varias técnicas como el citado uso de cristales o chapas pintados delante de la cámara, así como maquetas corpóreas fijas o móviles. También destacó por insertar maquetas y miniaturas en escenarios naturales y por sacar las piscinas de los estudios para crearlas en la playa y aprovechar la profundidad del mar. Fue muy popular gracias al extraordinario realismo de sus trampantojos, que empezaron a ser denominados «emilios».
Uno de sus trucajes más espectaculares fue la recreación del atentado de Carrero Blanco para Operación Ogro, de Guillo Pontecorvo, en 1978. El resultado final fue tan realista que se emplea con frecuencia en informativos y documentales sobre la Transición para ilustrar cómo fue el atentado, hasta el punto de que haya gente que piense que las imágenes corresponden al auténtico.
El documental El último truco, de Sigfrid Monleón, incluye testimonios del propio Emilio Ruiz del Río, que no tuvo reparo en desvelar algunos de sus mejores trabajos ante la cámara al igual que en sus citadas memorias, cuya edición queda enriquecida por la inclusión de una abundante colección de fotografías. Falleció cuando el documental, disponible en Youtube, entraba en la fase de montaje. Días antes había recibido un homenaje, como el que le acaba de brindar la Muestra de Cine Europeo Ciudad de Segovia, MUCES, donde se pudieron ver los fragmentos de La Reina de España, de Fernando Trueba, en los que éste le homenajea con la presencia de un personaje que hace de él mismo durante el rodaje de una película norteamericana en España. Es en estos fragmentos donde se puede apreciar en qué consistía la técnica de los forillos, maquetas, cristal pintado y chapa de aluminio, con los que se labró un más que merecido prestigio.
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