Porfiria Sanchiz | Grandes olvidados del cine español
Aunque en 1959 intervino en Sonatas, de Juan Antonio Bardem, fue a partir de 1968 cuando la carrera de Porfiria Sanchiz tomó un nuevo impulso gracias al cineasta aragonés Carlos Saura.
Se ha editado recientemente Porfiria Sanchiz. La tigresa escondida en la almohada, riguroso trabajo de investigación sobre esta actriz de teatro y cine nacida en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz). Su autor es Juan Carlos Palma, procedente de la misma localidad, que compagina la escritura de ficción y artículos en prensa con su trabajo de librero y la investigación cinematográfica local. Esta publicación brinda, además, una magnífica ocasión para conocer cómo era el teatro y el cine español desde la década de los 30 hasta los 70 del siglo pasado, periodo en el que Porfiria Sanchiz estuvo en activo.
Una de las primeras aportaciones de este investigador es la de señalar la verdadera fecha de nacimiento de la actriz, 15 de junio de 1909, en lugar del año 1917, que es el que figura en casi todas sus fichas biográficas. Al parecer el error se debe a que cuando falleció, el 9 de enero de 1983, se indicó en la partida de defunción que tenía 65 años, en lugar de 74.
Dada la profesión de su padre, ingeniero contratado para la progresiva implantación de la electricidad en las ciudades, pasó su infancia en diversos lugares (Cádiz, Sevilla, Málaga, Barcelona, Madrid y las Islas Canarias), lo que imposibilitó una escolarización al uso. Se educó, por tanto, al abrigo de profesores particulares e institutrices hasta que ingresó como alumna interna en un colegio de monjas de Puertollano (Ciudad Real). Allí se aficionó a la música y aprendió a tocar al piano algunas piezas de sus compositores favoritos, Beethoven y Chopin.
Despiertas sus inquietudes artísticas, Sanchiz entró muy pronto en contacto con el teatro en Tenerife y, una vez instalada la familia en Madrid, se matriculó en el Conservatorio para adquirir una buena formación como actriz. Tuvo suerte y su primera obra profesional fue con la gran figura del teatro Margarita Xirgú, en la compañía que creó con el director de escena Cipriano de Rivas Cherif. Tras su debut, siguió formando parte de ésta, aunque en alguna ocasión no apareciera con su propio apellido, oculto bajo la inicial, sino con el segundo de su padre: Porfirita S. Cucart.
Tras abandonar la compañía de Xirgú, siguió consiguiendo papeles con una creciente presencia, lo que posibilitó que los críticos teatrales repararan en ella, como le ocurrió en la obra Teresa de Jesús, y que le dedicaran un encendido y extenso elogio en una reseña de ABC, en la que también se destacaban los inmensos ojos, «algo egipcios (cleopatrescos)» de la actriz. Como señala Juan Carlos Palma en su libro, Porfiria Sanchiz tuvo que resignarse a ser calificada como «extraña», «rara» o «singular» porque su belleza y su voz no entraban dentro de los cánones establecidos, situándose, sobre todo en los primeros años, «en una nebulosa frontera entre lo atractivo y lo sugerente, lo desconcertante y lo grotesco».
Tras forjarse una sólida trayectoria como actriz de teatro, recibió en 1935 una llamada de Filmófono, productora en la que Luis Buñuel tuvo un papel relevante, para hacer una prueba de fotogenia. Superada ésta, la actriz se incorporó a las dos primeras películas de esta compañía, Don Quintín el amargao y La hija de Juan Simón, en ambos casos con personajes episódicos pero de fuerte intensidad dramática, especialmente en el primer caso. Con estas películas debutaron como directores los jóvenes Luis Marquina, hijo del célebre poeta y dramaturgo, y José Luis Sáenz de Heredia, quien años después se convirtió en uno de los más renombrados del cine español.
Durante la II República, periodo en el que se forjó un auténtico «star-system» del cine español, trabajó también a las órdenes de otros destacados cineastas, Eusebio Fernández Ardavín y Florián Rey. Logró un justo reconocimiento por la calidad de su trabajo incluso en pequeños papeles como la abogada de Morena Clara, uno de los títulos más populares de la década, estrenada meses antes del inicio de la Guerra Civil y que, una vez comenzada ésta, se proyectó tanto en la zona bajo control de los insurrectos como la del gobierno republicano.
En los primeros años de la postguerra simultaneó el teatro con esporádicas apariciones en cine (solo seis en la década de los 40), que no aportaron mucho a su carrera hasta que rodó El escándalo, también de Sáenz de Heredia, quien le brindó de nuevo la posibilidad de lucirse como actriz, otorgándole quizás su personaje más recordado, la pérfida Gregoria. Encasillada en papeles como éste y otros similares, tanto en cine como en teatro, de mujer malvada, cruel y antipática, Porfiria Sanchiz estaba cansada «de ser el Boris Karloff femenino español» y agradecía enormemente encarnar a una mujer corriente. No obstante, también hay que señalar, como se recoge en el libro, que fuera de los focos era una de «las que más guerra daba» y que «tenía más que un día malo, la vida entera», tal como recordaba una célebre maquilladora.
Estuvo durante siete temporadas consecutivas en el Teatro Español de Madrid. De hecho, incluso cuando se la citaba en alguna reseña sobre una película, se destacaba su condición de «actriz teatral». Sin embargo, entre 1946 y 1951 fue cuando más películas rodó: intervino en Senda ignorada, debut de José Antonio Nieves Conde, hasta ese momento reconocido crítico de cine, que situó la acción en plena época de la Ley Seca en Nueva York. Asimismo, fue entonces cuando inició una fructífera relación profesional con dos cineastas con los que posteriormente repetiría en más ocasiones, Rafael Gil y Manuel Mur Oti, que la dirigió en cinco películas.
Aunque en 1959 intervino en Sonatas, de Juan Antonio Bardem, fue a partir de 1968 cuando su carrera tomó un nuevo impulso gracias a Carlos Saura. El cineasta aragonés le ofreció un papel en Stress-es tres-tres y dos años después contó con su voz para El jardín de las delicias. Recuperada gracias a Saura, Sanchiz fue requerida por cineastas más jóvenes, como Roberto Bodegas (Españolas en París) y Pedro Olea, con el que haría El bosque del lobo y Pim, pam, pum… ¡fuego!, convertida en su despedida del cine; era 1975, ocho años antes de fallecer en Madrid.
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