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Un domingo en el campo, de Tavernier: Impresionismo en el cine

El guion se basa en la homónima y sutil novela breve del escritor francés Pierre Bost

Un domingo en el campo (1984)

Un domingo en el campo, de Tavernier: Impresionismo en el cine

Un domingo en el campo, de Tavernier: Impresionismo en el cine |  El film es un hermoso relato sobre la complejidad de las relaciones humanas, la vida, la muer­te, el tiempo… Como tal, es obra polifacética en la que comparten proporcionado relieve, Historia, Litera­tu­ra, Pintura, Música, Cine o autoría. En 1984 recibió tres César (actriz, guion adaptado y fotografía) y en Ca­nnes, el premio a la mejor dirección para Bertrand Ta­vernier (Hoy empieza todo, Salvoconducto, Las películas de mi vida). Sin embargo, a pesar de su consumado arte na­rrativo y audiovisual, ni figura en antologías del cine fran­cés ni, menos aún, engrosa ese vago magma cultu­ral que Edgar Morin denominó imaginario colectivo. ¿Y qué?

El guion se basa en la homónima y sutil novela breve del escritor francés Pierre Bost, el cual abandonó la crea­ción literaria tras publicar aquélla en 1945. Dedicó el resto de sus días al cine, elaborando guiones para di­rec­tores como René Clément, Georg Wilhelm Pabst, Jean Delannoy, Claude Autant-Lara… o un joven pe­ro ya maduro Tavernier, con quien participó en los li­bre­tos de sus filmes El relojero de Saint Paul (1974) y El juez y el asesino (1976).

Modelo de adaptación fílmica fiel a la letra y al espí­ri­tu de su modelo literario, quizá la creación de Tavernier mejore incluso la de Bost merced a, entre otras, va­rias licencias creativas referentes al Impresionismo en el cine. La principal de ellas transfigura el abierto final con un se­reno canto a la vida, el devenir y la renovación ar­tís­ti­ca. Todo en la admirable secuencia contribuye a re­ve­lar que el vivaz señor Ladmiral, aun errante ya por las an­tesalas de la muerte, se plantea una enmienda a la to­talidad de su obra, de su ser artista, de sí mismo. Un elíp­tico barrido evidencia tanto su objeción contra el se­guro academicismo en que su cómoda vida reposa, co­mo su asunción de los riesgos impresionistas, desde un drás­tico cambio de perspectiva y modelos. El caballete orien­tado casi siempre a rincones interiores, es gi­rado al ex­terior buscando cambio perpetuo y dinamismo natural, mediante una estética que desafíe el teó­rico estatismo bidimensional de la pintura.


La atmósfera crepuscular que impregna y cohesiona el relato, asimismo, es reforzada en su significación por la coherente selección musical; pasajes de tres piezas ca­merísticas impresionistas de Gabriel Fauré: el Quinte­to Op. 115, el Trío Op. 120 y el Cuarteto Op. 121. Compuestas de manera respectiva en 1921, 1923 y 1924, co­rresponden a sus últimos años, lo cual sugiere a su vez una cierta identificación entre Ladmiral y Fauré, am­bos maestros ante sus postrimerías.

Una veneración del sereno encanto impresionista, re­bo­sa también en el entrañable y melancólico encuentro en­tre Ladmiral e Irène, padre e hija, como devoto ho­me­naje a Pierre-Auguste Renoir. Latente en ese me­ren­de­ro rebosante de vida y tipismo, ese río y sus bar­cas, ese ca­rrusel popular de parejas danzantes al ritmo marcado por unos músicos…

Refinada loa al Impresionismo en el cine es la fugaz secuencia en que dos enigmáticas niñas saltan a la comba. Simbólicas o feéricas, son filmadas en plano subjetivo con un le­ve barrido de cámara que semeja la mirada aún atávica, pero ya fotográfica, de Ladmiral. Una reproducción de movimientos desde otro movimiento, que remite a la tra­dición decimonónica, auguradora de decisivos cambios confluyentes en el cine: los jinetes y caballos de Ed­ward Muggeridge, las bailarinas de Edgar Degas, etc.

Según su marco histórico, Un domingo en el campo trans­curre en fin durante las últimas bocanadas de esa pos­tiza euforia llamada Belle Époque. Un pujante y decadente periodo en que fue levantada, en palabras de Bar­bara Tuchman, la torre del orgullo desencadenante de la modernidad, es decir, del progresivo olvido de lo ori­ginario.

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