Cine de zombis. Llámame infectado
· Aunque el término surgiera en las oscuras aguas del vudú haitiano, el cine de zombis actual, tal y como es evocado en nuestro imaginario, surge de la mano de George A. Romero; más concretamente con su película Night of the Living Dead (1968).
Al igual que los frutos describen el árbol, los productos de la imaginación describen la época en que fueron concebidos. Sus imágenes más recurrentes nos traen ecos del bien que entonces se defendió, del mal que se aborreció, de los anhelos que se persiguieron y, por supuesto, de los miedos que le atormentaron. Y si esto es así, podríamos preguntarnos cuál es nuestra creación más definitoria. Por recurrencia y flexibilidad, creo que sería el zombi; y si bien no tengo claro qué evidencia de nuestro tiempo, no parece que sea bueno, tampoco halagador.
Aunque el término surgiera en las oscuras aguas del vudú haitiano, el zombi en el cine actual, tal y como es evocado en nuestro imaginario, surge de la mano de George A. Romero; más concretamente con su película Night of the Living Dead (1968). Ahí estaban por primera vez: violando los pactos con la muerte, torpeando en masa, descerebrados, soliviantados por el penetrante olor de la carne humana. De forma casi inconsciente, Romero estaba pariendo un arquetipo con mucha elocuencia alegórica y con indudable fertilidad. Se había creado un subgénero cinematográfico que, como no podía ser de otra forma, aún no ha muerto.
Y si no ha muerto, en buena medida se debe a la infidelidad y el mestizaje que en el año 2002 cometió Danny Boyle con su excelente 28 Days Later. Protestaron los puristas -sí, puristas de lo impuro- porque el realizador inglés había violado las reglas del género para convertir al zombi clásico en un infectado de origen vírico. El panorama cambió y también sus implicaciones simbólicas. El peligro ya no era tanto una lava que avanza lenta pero inexorablemente, sino algo mucho más frenético y obvio. Si el zombi en el cine de toda la vida era un muerto viviente, parsimonioso e impedido por las taras de su putrefacción; el infectado es un animal de fuerza sobredimensionada, rabioso, veloz. La amenaza, sin lugar a dudas, se transforma.
Sin ánimo de ser exhaustivo, me gustaría apuntar dos características, a mi parecer, curiosas del género. La primera de ellas es la conmiseración que despiertan en nosotros, su alimento. El zombi ha de perseverar eternamente en una existencia agónica, insustancial y sombría. Y esa tristeza se percibe en cuanto uno deja de huir por un momento. El infectado, por su parte, sufre la condena del Rey Midas, un auténtico castigo mítico. Su alimento es la carne fresca de hombre, de hombre no infectado; de ahí que jamás se coman entre ellos. No obstante, en cuanto clavan sus fauces en la víctima, ésta deja de ser apetitosa por culpa del contagio. Les pasa como a los grandes seductores fascinados por la pureza y la virginidad. Su deseo es inalcanzable porque, en cuanto intervienen, pervierten el objeto de su anhelo. El hambre que les domina es, por definición, desesperada.
Otra característica llamativa es el tabú que rodea a la palabra «zombi». Imagine que mañana, al salir de casa, se topa con un sujeto andrajoso y sanguinolento que, gruñendo, se le acerca con intención de devorarle. «Es un zombi», concluirá usted sin mucho rodeo. Pues no es así en las películas, donde los personajes parecen desconocer por completo el vocablo. Quizás para conseguir todo un primer acto basado en la perplejidad, los guionistas han dado, puede que involuntariamente, con otro elemento mucho más importante: los zombis en el cine se sitúan en un mundo como el nuestro, salvo que en esos mundos nunca hubo películas de zombis; de otra forma los personajes no tardarían ni un segundo en identificarlos. Así, el peligro del zombi fílmico ha venido acompañado de su propia vacuna.
Pero compruebo alarmado que en producciones más recientes como Train to Busan (Yeon Sang-ho, 2016) se comienza a designar a las criaturas con la palabra tabú. No saben lo que hacen al llamar a las cosas por su nombre: están cavando un túnel entre el mundo real y el de ficción. Y por ese túnel, lentos como muertos vivientes o rápidos como infectados, los zombis pueden llegar hasta nosotros.
⇒ Crítica de Ejército de los muertos
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