Lorenzo Lotto. Retratos

Retratista de enorme calidad, Lorenzo Lotto pintó en Italia durante la primera mitad del siglo XVI.

Comisariada por Miguel Falomir, director del Museo del Prado, y el profesor Enrico Maria dal Pozzolo (Universidad de Verona), me parece una de las más in­teresantes (tachen ese adjetivo lánguido y quédense con apasionantes y arrebatadoras) que han pasado por Es­paña en los últimos años. El Prado tiene como socia a la National Gallery y cuenta con un patrocinador único, el BBVA.

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Además de un catálogo excelente, el sitio web de la ex­posición alojado en el portal del museo tiene disponi­bles tres conferencias deliciosas a cargo de los dos co­misarios y de la historiadora del arte María Martín Sán­chez. El breve recorrido por la exposición narrado por Falomir en un video de 6 minutos es utilísimo para quien no haya podido leer el buen folleto que se ha pre­pa­rado para el visitante.

A estos materiales se suma un congreso que se celebrará el 24 y 25 de septiembre con participación de casi una veintena de especialistas.

Con un criterio muy inteligente en cuanto a la selec­ción de parte de la obra de Lorenzo Lotto, el visitante se encuen­tra con un retratista de enorme calidad, que pintó durante la primera mitad del siglo XVI en una Italia que ha­bitaban o visitaban los mejores pintores de Europa.

Lorenzo Lotto (Venecia, 1480 – Loreto, 1556) es un pintor de una valía que salta a la vista, quizás no su­fi­cientemente reconocida por los no especialistas en pin­tura italiana del Cincueccento, porque su obra de gran formato se encuentra en iglesias y museos de ciudades y pueblos del centro y norte de Italia, un país con una sobreabundancia de grandes pintores en ese siglo.

Basta pararse ante las 38 pinturas, los diez dibujos y el testamento ológrafo que ha reunido El Prado para que­dar enamorado de por vida por la maestría de Lotto, por su alma.

Ese Lotto que con 25 años es «celebérrimo» y al que se rifan los burgueses poderosos que quieren ser retratados por ese artista que tiene la fuerza arrolladora de los pin­tores flamencos, con unas encarnaduras memorables y con un uso del color en ropajes y fondos verdaderamente arrebatador; el ya maduro que ha vivido los celos y las batallas entre artistas, que sabe lo que es tener fres­cos borrados o tapados en estancias vaticanas, que va de aquí para allá para ganarse la vida sin renunciar a su manera de concebir su vocación a la belleza; el an­cia­no que ha caído en el olvido y tiene que organizar al­monedas para terminar no vendiendo un cuadro… ese Lo­tto que muere en Loreto, donde le dan lo comido por lo servido con sus pinceles y que conserva el inventario de sus exiguas posesiones.

Arrebatan su originalidad y audacia para conjugar rea­lismo e introspección psicológica junto a un acusado sen­tido dramático en la captura de gestos, ademanes y es­tados de ánimo. Y su buen humor, un indicio de la di­vi­nidad, nunca lo olvidemos.

Los retratos de Lorenzo Lotto tienen ese sanjuanista «no sé qué que quedan balbuciendo», porque llamarlo melancolía es un lugar común, socorrido pero inexacto, porque Lo­tto es un hombre de fe, un tipo perdidamente enamo­ra­do de Jesucristo, un místico que armado de lápiz y pin­celes sale en busca del misterio divino que anida en lo humano. Y eso no solo se ve en las palas de altar que han venido al Prado (verdaderamente sublimes), sino en to­dos sus cuadros.

Como muy bien se explica en el recorrido (qué delica­de­za en los emplazamientos de las obras a las que se de­ja respirar y ser ellas mismas y, a la vez, formar parte de un río que avanza, creando recodos en los que aparecen asien­tos, que empleas porque estás borracho de belleza y necesitas tiempo para asumir la grandeza de lo que es­tás contemplando) que culmina con un vídeo (la pantalla es mejor que un proyector, pero es pequeña) que vue­la sobre las ciudades en las que vivió Lotto, el ar­tista que se describió a los 66 años en su segundo tes­ta­mento como «solo, sin fiel gobierno y muy inquieto de mente».

En su fascinante Libro di espese diverse (1538-1555), se rastrea la cotidianidad activa de un contemplativo iti­nerante que pide expresamente en su testamento ser enterrado con el hábito dominicano, un artista que arras­tra la insatisfacción que caracteriza a los que como el pequeño gran hombre de Fontiveros, despojado de to­do y de todos, no solo dicen cosas como éstas, sino que vi­ven en ellas:

Mas, ¿cómo perseveras,
¡oh vida!, no viendo donde vives,
y haciendo por que mueras
las flechas que recibes
de lo que del Amado en ti concibes?

¿Por qué, pues has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?
Y, pues me le has robado,
¿por qué así le dejaste,
y no tomas el robo que robaste?

Apaga mis enojos,
pues que ninguno basta a deshacedlos,
y véante mis ojos,
pues eres lumbre de ellos,
y sólo para ti quiero tenerlos.

Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.

¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!

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