Mal que bien, de Enrique García-Máiquez
«Si nos fijamos bien -escribió Julio Martínez Mesanza en un artículo publicado en la revista Ínsula–, los sentimientos que llamamos estéticos no tienen que ver con lo que, de un modo u otro, se considera bello, ni con lo sensual, ni con lo sensitivo, aunque parezca etimológicamente paradójico, sino con el alma del hombre. Somos receptivos ante una obra de arte o un poema porque tenemos una historia personal cuyas vicisitudes se reflejan en la historia general de las alegrías y desdichas del hombre, y esta receptividad supone un acto de identificación moral«.
Estas palabras del autor de esa barbaridad titulada Gloria, buen amigo de García-Máiquez, aseguran el perímetro de este aterrizaje uniformemente acelerado (por exigencias del cierre de otra revista) en los versos de uno de los grandes poetas españoles plantados en la cincuentena, una edad que, con los logros de la modernidad (alguna cosa buena tiene, aunque la espalda de Enrique se erice reticente al leerme semejante temeridad) es la casi homologada media vita.
Mal que bien sucede -con una lógica que tiene la seducción insuperable de la coherencia- a Con el tiempo (2010), Casa propia (2004), Ardua mediocritas (1997) y Haz de luz (1997). El poeta y sus poemas, como el árbol y sus frutos, nos asombran porque tienen una belleza que, no por previsible, es menos hermosa. Se veía venir la música que suena por los pasillos de una casa encendida. Llega el otoño, siempre milagroso, benditamente puntual: La luna llena/como la vida, plena/de luz ajena.
Hay paz, alegría y buen humor en los poemas otoñales de Mal que bien que prefiere la realidad (García-Máiquez ama a Tomás de Aquino y a los que supieron apreciar la lírica portentosa del Buey Mudo), con su cotidiano prosaísmo: realidad atravesada de ritos y susurros que conforman una liturgia vital que no acalla el convencimiento afianzado y cada vez más cierto de nuestra fragilidad. Una fragilidad asomada a la contingencia, a la muerte que se apodera de todo porque el Muerto no renuncia a nada, lo quiere todo.
La poesía de Máiquez es vino para beber a sorbos pequeños: la emoción del poeta se contagia y se te sube a esa parte de la cabeza que te dice que eres algo más que un amasijo de neuronas… y que el vino ya no es lo mismo desde que Él lo hizo para salvar de la catástrofe una boda campesina.
Detrás de cada palabra del carmen interminable que recorre el poeta con una familiaridad estremecida, están las de poetas que García-Máiquez respira bajito (Peñalosa, Rosales, Diego, D’Ors, Ibáñez Langlois, Mesanza, Sánchez Rosillo, Bautista, Quintana) como lector infatigable que, a la manera de Gómez Dávila, está convencido de que no basta una vida para dar bien las gracias y que La realidad resulta insuperable, título de un poema con el que me subo de nuevo al helicóptero, con la melodía del más musical de los libros de Máiquez, tanto que, como el Urlicht de la 2ª de Mahler, no te cambia el día, te cambia la vida.
Sueño que estoy soltero, que he salido con otra,
que tengo una aventura tórrida…Sueño todo
en nuestra cama conyugal, y al despertarme,
mi mujer está allí, dulcemente dormida
a menos de dos palmos de mi cuerpo.


Mal que bien
Enrique García-Máiquez
Rialp. Madrid (2019)
102 páginas. 12 €