La exposición «Pixar 25 años de animación» puede visitarse en el CaixaForum de Madrid hasta el próximo 22 de junio.
Todo empezó con una inquieta lamparita que jugaba a la pelota allá por el año 1986. En ese momento, poca gente sabía qué era eso de la animación por ordenador, pero actualmente los niños no conciben muchas películas sin la maestría y la imaginación que produce el sello distintivo de Pixar.
Tras una exitosa acogida en su presentación en el MoMA de Nueva York, se puede ver en Madrid «Pixar 25 años de animación» hasta el 22 de junio en el CaixaForum Madrid. La exposición recorre ese cuarto de siglo al hilo de los cortos y largos creados por la productora californiana.
Hablar de Pixar es hablar de un hombre, John Lasseter. Antes de generar el enorme equipo actual, tuvo que ingeniárselas para sacar adelante los proyectos. Como él mismo afirma, «lo más difícil que se presenta a la hora de animar es equilibrar la evolución tecnológica y el arte de la creatividad». Dos aspectos que han ido de la mano durante estos 25 años.
No hay animación sin un guión. Al guión le sigue y acompaña el storyboard que, a través de la sucesión de viñetas, constituye el plano maestro del edificio. Tras la digitalización, los diseñadores juegan con la paleta de colores en el colorscript, momento esencial para otorgar una personalidad definida y precisa a la fantasía animada. Una vez perfilada la cronología de la historia, llega la hora de diseñar los personajes y los decorados, así como los modelos, las maquetas y el sonido.
Precisamente la elaboración de los personajes es una de las grandes virtudes de Pixar y uno de los conceptos que mejor plasma la exposición. Se trata de proyectar la esencia en el diseño del personaje, lograr que sea ficticio pero intuitivamente real. Que podamos hacernos amigos de un monstruíto de piel verde y un solo ojo saltón, o que se nos caiga la baba al oler un plato preparado por una rata de cloaca.
Ésa es la esencia de la que habla Pixar: convertir un mundo inventado en algo tremendamente familiar. Así es cómo conectan con grandes y pequeños y así es cómo rompen por momentos esa fina red que separa la realidad de la ficción.
A través de los numerosos bocetos, planos, apuntes y proyectos finalmente truncados, el espectador conoce de una manera más precisa todo ese trabajo de animación. Como en la genial Monstruos S.A., donde se puede apreciar la cadena de montaje de Ford y la estética fabril de la América industrial en la que se inspiró la ciudad de Monstruópolis para acercar la historia al baby boom de los 70. O ese lenguaje de formas muy marcadas y proporciones exageradas que combina perfectamente con el aire caricaturesco que respira Up.
Ratatouille (primera película de Pixar ambientada en un paraje real, París) o Los Increíbles (la primera con personajes humanos como protagonistas) conllevaron un trabajo creativo enorme. Pero quizás fue la obra futurista Wall·E la que más esfuerzo supuso. La ausencia de diálogos potenció los elementos puramente visuales, en una bellísima historia que se desarrolla en localizaciones de un mundo virtual, absolutamente imaginado.
De cómo Pixar nos hizo soñar apelando a lo mejor de nuestra humanidad, de eso habla la exposición. De un viaje que empezó en 1986, con un lápiz y un papel, con ideas que dieron lugar a otras. Hasta llegar a ese vaquero vitalista que baila al son de “hay un amigo en mí”, “hasta el infinito y más allá”, como nos incita Buzz Lightyear, que zumbará para siempre en nuestros oídos y en nuestros corazones.
Luis Olábarri
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