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Casablanca (1942), de Michael Curtiz (parte 1), siempre nos quedará París…

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Casablanca (1942), de Michael Curtiz (parte 1): Origen de la historia

· Casablanca. En el interior de aquel exótico café, franceses, nazis y refugiados se miran con recelo tras las últimas actuaciones del Führer en Europa.

Han pasado más de siete décadas desde su estre­no, y sigue siendo la película más famosa de todas. El ambiente lúgubre del Café, la tensión de los refu­gia­dos y, sobre todo, la oscura y atrayente persona­li­dad de Rick siguen alimentando esa historia de amor que fue, que es, Casablanca. Para los amantes del cine, como para Rick e Ilsa, «siempre nos queda­rá París…».

Un escenario inspirador

Finaliza el agitado y ca­luroso verano de 1938. Un desconocido dramatur­go americano, Murray Burnett, entra en un peque­ño nightclub del Sur de Francia, acompañado de su mujer. Desde una amplia cristalera puede contemplar el Mediterráneo, tenuemente iluminado en el atar­decer. En el interior de aquel exótico café, franceses, nazis y refugiados se miran con recelo tras las últimas actuaciones del Führer en Europa.


Es una de sus últimas noches antes de volver a los Estados Unidos, y Murray se complace en obser­var con detalle los rostros de esa multitud en tensión. Le recuerda el clima de angustia que ha vivido ha­ce tan solo dos semanas, durante su viaje a Viena pa­ra visitar a sus familiares. La ciudad había sido ya ocupada por Hitler, y en sus calles abarrotadas de policía alemana pudo ver de cerca la dura realidad del «Nuevo Orden» y la incierta situación de los re­fugiados.

De repente, un pianista negro empieza a interpretar piezas de jazz para relajar la tensa atmósfera. Burnett, fascinado por el ambiente del momento, co­menta a su mujer: «Observa esas gentes, esta música, este local… Estoy seguro de que este sería un lu­gar idóneo para una fantástica obra de teatro».

El joven dramaturgo ni siquiera lo imaginaba entonces, pero en aquel atardecer nostálgico, tal vez con La Marsellesa de fondo, acababa de empezar la his­toria de la más accidentada y clamorosa película que se recuerda. Una obra genial del Séptimo Arte, que empezó siendo tan solo una buena idea en una des­conocida pieza dramática.

Una obra sin público

De vuelta a Nueva York, Bur­nett tuvo que posponer su idea durante casi dos años. Junto con su colaboradora Joan Allison, re­cibió el encargo de escribir para Otto Preminger One in a Million, una historia de espías que refleja­ba en toda su crudeza el inminente horror del nazismo. Los dos dramaturgos trabajaron durante me­ses la obra, pero finalmente el proyecto se cance­ló.

A partir de entonces, Burnett se metió de lleno en la historia que realmente le atraía. En el verano de 1940 escribió, también junto a Allison, Everybody Comes to Rick’s, un melodrama directamente re­lacionado con la situación bélica y ambientado en un ficticio nightclub denominado «Rick’s Café Amé­ricain» en Casablanca, en el Marruecos francés. Se­gún había sabido en su viaje a Viena, Casablanca era un punto clave en el recorrido de los refugiados ha­cia los países libres.

La obra, sin embargo, presentaba serias lagunas; y ningún productor se interesó en ella. Tras numerosas gestiones, consiguieron que dos empresarios se avinieran a estrenarla, pero estos pusieron la con­dición de que los autores reescribieran parte de la trama. En concreto, uno de ellos objetaba seriamente que la protagonista se acostase con Rick con el único fin de obtener los visados de salida: la audiencia nunca podría simpatizar con unos personajes así.

Burnett y Allison, descontentos con la idea de re­escribir la obra, renunciaron al acuerdo y enviaron el manuscrito a su agente, pero este ya lo había in­tentado casi todo. No quedaba ninguna compañía de Broadway por rastrear, y la obra corría serio peli­gro de quedar olvidada para siempre.

Finalmente, como última tabla de salvación, se les ocurrió enviarlo a varios estudios de Hollywood. Era una idea descabellada, pues la Meca del Cine siem­pre se había resistido a adaptar obras dramáticas sin estrenar: si no habían funcionado en el tea­tro, no cabía esperar que funcionaran en la pan­talla. Sin embargo, la suerte sonrió inesperadamente a los jóvenes dramaturgos.

Casablanca (1942), de Michael Curtiz (parte 2)

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