Centauros del desierto (1956), de John Ford (parte 5): Estructura circular del filme

Estructura simétrica, arquitectura redonda, historia cir­cular. Todo un prodigio de narración fílmica que sería con­siderado, con el tiempo, como el paradigma del western psicológico.

Vista en retrospectiva, Centauros del desierto se nos aparece como una película redonda, con una arquitectura perfecta y de­liberadamente circular. Empieza con una puerta que se abre a la brillante luz exterior, y termina con una ima­gen opuesta: en idéntica perspectiva, otra puerta se cie­rra y cae sobre la pantalla la más absoluta negrura.

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Una historia que vuelve al principio

Además de este indicio más o menos evidente, hay otros de más profundo calado. La acción comienza con la llegada de Ethan al hogar de los Edwards -lo que implica su vuelta a la comunidad- y termina con su marcha del hogar de los Jorgensen, con la que finaliza su integración social y se reafirma su carácter individualista. Tam­bién la búsqueda de la niña tiene un movimiento cir­cular: la extensa persecución termina prácticamente en el punto de partida, después de un viaje por muy variados territorios; la caballería lucha contra los indios en el prólogo de esa búsqueda y de nuevo en su epílogo, co­mandados por el joven teniente, cuando Ethan y Martin localizan a la chica. Por si no éramos suficientemente avis­pados, el guionista ha decidido incluir una acertada fra­se del protagonista para sugerir que esa caza iba a com­portar un giro continuo: «Los encontraremos, tan cier­to como que la Tierra da vueltas».

Como Ethan nos explica en una de las secuencias, los comanches tienen un estilo de vida nómada, y dan vueltas de un sitio a otro, sin rumbo definitivo. Por eso la persecución adopta una trayectoria circular que con­du­cirá al punto inicial. Giro, movimiento, estructura cir­cular; vagabundeo errático que encuentra finalmente su significado en la canción que escuchamos al principio y final de la cinta: «¿Qué impulsa a un hombre a viajar errante? ¿Qué impulsa a un hombre a deambular sin rumbo?».

Como los indios, Ethan viaja también sin rumbo: en la búsqueda y en el territorio agreste que vemos en la pan­talla, pero también en su alma y en su amargo laberinto interior. Aún más: Ethan y Scar realizan itinerarios idén­ticos en un plano mucho más profundo que el meramente narrativo. El juego de simetrías que va construyendo la trama alcanza también a los dos antagonistas, co­mo si uno fuera el espejo del otro. Los dos se mueven im­pulsados por la venganza: si los indios asesinaron a la familia de Ethan, los soldados mataron a los hijos de Scar. Éste arranca cabelleras de sus víctimas, como aquel ha­rá con el jefe comanche. Y ambos se enlazan simétricamente en relación a Debbie: cuando Scar encuentra a la niña, tras el ataque comanche, ella piensa que la ma­tará, pero éste en cambio le proporciona un hogar. Cuan­do Ethan la encuentra, tras el asalto de la caballería, Debbie cree que la asesinará por haberse convertido en india, pero él la rescata y le ofrece un nuevo hogar: el de los Jorgensen.

Una fría acogida, que cambió con el tiempo

Estructura simétrica, arquitectura redonda, historia cir­cular. Todo un prodigio de narración fílmica que sería con­siderado, con el tiempo, como el cénit y paradigma del western psicológico. A pesar de ello, la película no fue comprendida en su momento. Estrenada el 3 de marzo de 1956, la cinta no gozó del favor del público ameri­ca­no, que salió de los cines sin advertir la hermosura de la historia ni la profundidad de sus personajes. Y así, la pe­lícula, que había costado 3.750.000 dólares, recaudó en taquilla tan solo 4.900.000: apenas cubrió costes, te­niendo en cuenta las copias, la promoción, el marketing… Porque, curiosamente, contó con un lanzamiento muy innovador: fue una de las primeras películas que se comercializó con un «making of», emitido por televisión en fechas próximas al estreno.

Tampoco los críticos supieron acogerla. El 25 de junio de 1956, el crítico del semanario Time escribía con cier­ta pretensión de indulgencia: «Los lapsos en el argumento y el aire general de incoherencia son solamente im­perfecciones de menor importancia en una película cuidadosamente elaborada como un castillo de naipes». En esa tónica de olvido generalizado, hasta la Academia de Hollywood la orilló en sus galardones: no obtuvo nin­guna nominación a los Oscar, y esta circunstancia ra­lentizó aún más su distribución comercial. Tan solo la Directors Guild of America reconoció el trabajo de John Ford en esta película y le nominó como uno de los mejo­res directores del año.

Tiempo después, las nuevas generaciones de cineastas descubrirían el valor de esta cinta. A mitad de los seten­ta, Martín Scorsese, Paul Schrader, Steven Spiel­berg y George Lucas la señalaban como una de las mejores películas del cine americano, e incluso la homenajearían en sus filmes. En 1982, la revista Sight and Sound la incluía en su tradicional listado de «las diez mejores películas de la historia», justo en la décima po­sición. Y diez años más tarde, volvía a aparecer en la pre­ciada nómina, esta vez en quinta posición. A partir de entonces, figuraría ya en todas las listas de «los cien me­jores filmes», como la del American Film Institute, en ju­nio de 1998; la del British Film Institute, en 2002; o la de los críticos de la revista Time, en 2005.

Hay una persona que siempre consideró a Centauros del desierto como la mejor película de la historia: John Way­ne. Desde el estreno, fue un fanático entusiasta del filme y del personaje que había encarnado, hasta el pun­to de que a su tercer hijo le puso el nombre de John Ethan. Para Wayne, que había participado en tantas cintas del Oeste, su interpretación de Ethan Edwards ha­bía sido la mejor de toda su vida.

Centauros del desierto (1956), de John Ford (parte 1)

Centauros del desierto (1956), de John Ford (parte 2)

Centauros del desierto (1956), de John Ford (parte 3)

Centauros del desierto (1956), de John Ford (parte 4)

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