Espartaco (1960), de Stanley Kubrick (parte 1): Orígenes del relato

· Muchos sospecharon que Kubrick iba a ser una marioneta a las órdenes de Douglas. Pero aquella fría acogida a su director primerizo no le inti­midó lo más mínimo.

Lunes, 16 de febrero de 1959. Tras permanecer diez días parado, el roda­je de Espartaco vuelve a ponerse en marcha. Son las primeras horas de la mañana y todo el equipo está expectante por conocer al nuevo director, Stanley Kubrick, un treintañero de origen húngaro que no ha roda­do nunca una gran superproducción. Nadie ha trabajado con él antes. Por eso el grupo que le espera -compuesto de actores consagrados y técni­cos de dilatada experiencia- siente una mezcla de recelo, orgullo y curio­sidad en los instantes que preceden a la aparición del cineasta.

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En su libro de memorias, el conocido actor Kirk Dougkas -verdadero mo­tor y artífice de esta película- recuerda aquel momento con cierto aire de solemne teatralidad: «Ese día por la mañana las principales figuras, con sus ropajes, esperaban en el anfiteatro de los gladiadores. Corrían ru­mores. Llevé a Stanley al centro de la arena. ‘Éste es vuestro nuevo direc­tor’. Miraron desde lo alto a ese joven de 30 años y creyeron que se tra­taba de un chiste. Luego se sintieron consternados… Yo había trabaja­do con Stanley, pero ellos no. Eso le convirtió en ‘mi ayudante’. No sabían que Stanley no es el ayudante de nadie».

Las cosas no sucedieron exactamente así. Todos sabían desde hacía varios días quién iba a dirigir la producción a partir de aquel lunes, pero sí es cierto que era un rostro desconocido para casi todos. Sólo Douglas le conocía personalmente, pues había trabajado para él en Senderos de glo­ria. Y también era cierto que, sabiendo esa circunstancia, muchos sospecharon que Kubrick iba a ser una marioneta a las órdenes del actor pro­tagonista. Pero aquella fría acogida a su director primerizo no le inti­midó lo más mínimo, pues en su carrera Kirk había recibido ya muchos ti­ros en el cuerpo…

Antecedentes de Espartaco

Douglas había tenido una vida muy azarosa antes de dedicarse al mundo del cine. Había trabajado como bo­xeador y botones para poder estudiar arte dramático, y a finales de los años treinta pudo interpretar algunos papeles en diversas producciones de Broadway. Su carrera cinematográfica se inició al término de la II Gue­rra Mundial gracias a la intervención de Hal Wallis, quien le dio una opor­tunidad en El extraño amor de Martha Ivers (1946). Nominado después al Oscar por El ídolo de barro (1949) y Cautivos del mal (1952), a mi­tad de los cincuenta era ya un actor consagrado. En 1955 funda su pro­pia compañía, Bryna Productions, y empieza a desarrollar un sexto sen­tido para detectar qué argumentos pueden triunfar en la gran panta­lla. Piensa entonces en la primera película de Bryna y, tras descartar di­versas historias anodinas, en 1956 pone sus ojos en un guión que habían rechazado varios estudios de Hollywood y que capitanea en solitario, contra viento y marea, un joven director de 28 años: Stanley Kubrick.

El guión se titulaba Senderos de gloria (el filme se estrenaría en 1957) y en ese instante era un proyecto con muy incierto futuro, pues la trama de corrupción militar -ambientada en la I Guerra Mundial- y su amargo desenlace lo convertían en un filme nada apetecible tanto para los es­tudios como para el gran público. El apoyo de una estrella como Dou­glas, que se interesó por actuar en ese filme tan polémico, contribuyó a que la cinta finalmente se produjera. Cierto que los honorarios del ac­tor ascendieron a 350.000 dólares -la película costó 900.000-, pero la pre­sencia de Douglas y de su productora Bryna garantizaron la financia­ción de Senderos de gloria. Y la amistad entre Kirk y Stanley se consoli­dó ya para siempre.

Un año después de todo esto, el consagrado actor buscaba el segundo pro­yecto para su todavía incipiente Bryna. Tras el éxito obtenido en Los vikingos (1958), que había producido y protagonizado con dirección de Ri­chard Fleischer, lo que menos podía interesarle era rodar otra superpro­ducción de tema épico. Sin embargo, era patente que ése era el cine que triunfaba entonces en Hollywood: Quo vadis? (1951), La túnica sagrada (1953), Julio César (1953), Los diez mandamientos (1956). Casi todas eran reconstrucciones históricas de carácter religioso, y la práctica to­talidad triunfaban en taquilla, así es que, casi de repente, se pusieron de moda las películas de romanos en los primeros años del cristianismo.

Así estaban las cosas cuando llegó a sus manos el guión de Ben-Hur. A la vista de su buen trenzado argumento, el consagrado actor se apresu­ró a visitar a William Wyler, que años antes le había dirigido en Brigada 21 (1951), un áspero drama policiaco. Para su sorpresa, Wyler no le ofreció el papel de Ben-Hur (destinado a Charlton Heston), sino el de Mesala, que Douglas rechazó herido en su amor propio. Siguió bus­cando historias ambientadas en aquella época, y en ésas estaba cuando a mediados de 1958 su socio Edward Lewis le pasó para que se lo leye­ra un ejemplar de la novela Espartaco, original de Howard Fast, quien es­taba en la «lista negra» de Hollywood por su vinculación al Partido Co­mu­nista. En aquellos años, sin embargo, había pasado a una «lista gris» por haber escrito algunos libros descaradamente patrióticos sobre George Washington y Tom Paine.

Espartaco (1960), de Stanley Kubrick (parte 1)

Espartaco (1960), de Stanley Kubrick (parte 2)

Espartaco (1960), de Stanley Kubrick (parte 3)

Espartaco (1960), de Stanley Kubrick (parte 4)

Espartaco (1960), de Stanley Kubrick (parte 5)

 

Espartaco (1960), de Stanley Kubrick (parte 6)

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