Titanic (1997), de James Cameron (parte 1): El hundimiento real del Titanic

Ese aura de misterio que rodeó al naufragio del Titanic, unida a la notoriedad del hecho, contribuyó a crear el mito, y muy pronto empezaron a rodarse películas sobre el asun­to.

El domingo 14 de abril de 1912 amaneció bastante des­pejado. El Titanic realizaba su trayecto inaugural. El ca­pitán, Edward J. Smith, que iba a jubilarse al concluir ese viaje, asistió a un servicio religioso. Por la tarde fue ho­menajeado con una cena de gala por un grupo de pa­sa­jeros. Eran las 19.30 horas cuando el vapor Cali­for­nian, que navegaba a pocas millas, telegrafió para in­for­mar de la presencia de grandes témpanos en aquella zo­na. Otros mensajes recibidos aquel día fueron pasa­dos al capitán Smith, pero éste -el más importante- no lle­gó a sus manos, pues se encontraba en plena fiesta. Al­re­de­dor de las 21.00 h., y aun sabiendo que entraban en zo­na de icebergs, el capitán se retiró a su camarote tras ad­vertir al segundo oficial: «Si la situación se pone in­cier­ta, hágamelo saber».

La fatídica colisión

A las 23.40 de la noche, el vigía Fleet vio un gran tém­pano a poca distancia de la proa, e inmediatamente dio la alarma. Sabía que la velocidad del buque era ele­vada (22,5 nudos) y que navegaba por una zona peligrosa en la que habían naufragado 19 barcos en los úl­timos trein­ta años. El primer oficial, William Murdoch, al principio no tomó en cuenta la alarma de Fleet, hasta que lo que consideraba una neblina (¿neblina en una noche cla­ra?) se convirtió en un pavoroso bloque de hielo de más de 60 m. de altura. Rápidamente, dio dos órdenes que -juntas- resultaron funestas: «marcha atrás» y «todo a estribor». La primera hizo casi inútil la se­gunda, pues to­dos los barcos -más, si son de gran to­ne­laje- viran con más rapidez cuanto mayor es su velo­ci­dad de avance.

Sin el bloqueo que supuso detener las máquinas y dar mar­cha atrás, el buque hubiera virado más fácilmente y ha­bría evitado el iceberg. En cambio, la desgraciada ma­niobra hizo que una de las partes más afiladas del tém­pano abriera en el casco del Titanic una brecha de 100 me­tros de longitud. «En ese momento -dijo más tarde Lady Cosmo Duff Gordon, una pasajera que se había re­tirado a su camarote- sentí como si alguien hubiera pa­sado un dedo gigantesco por el costado del barco».

Inmediatamente, el Titanic detuvo las máquinas. Se in­clinó a estribor, y toneladas de agua comenzaron a en­trar en él. El ingeniero constructor del buque, Thomas Andrews, que viajaba a bordo, fue llamado para una re­visión de urgencia. Le bastaron pocos minutos para descubrir lo que se avecinaba. La nave arrogante que él había diseñado y que «no podía hundir ni Dios» iba a nau­fragar en su primer viaje: solo le quedaban unas tres ho­ras de vida. Aquel coloso podía mantenerse a flote con cuatro compartimentos inundados, pero no con cinco. El mismo ingeniero Andrews sería una de las 1.503 víc­timas del naufragio, el 68% de los embarcados.

No acaban aquí las ironías del destino. Catorce años an­tes del hundimiento del Titanic, el marino y escritor bri­tánico Morgan Robertson había publicado una novela de aventuras titulada Vanidad. En ella relata el viaje de un transatlántico de lujo que parte de Southampton, In­glaterra, con rumbo a Nueva York. Lo denomina Titán, y lo describe como una poderosa y elegante nave de 70.000 toneladas, 800 pies, 3 hélices y una velocidad máxima de 24 nudos, en la que viajan 3.000 pasajeros y so­lo hay 24 botes salvavidas. Una noche de abril (otra coin­cidencia), el Titán choca con un iceberg y se hunde en el Atlántico Norte. Fin del relato… y comienzo de las es­peculaciones. Porque las semejanzas entre esta histo­ria y la del Titanic son llamativamente numerosas. El Ti­tanic, que partió de Southampton hacia Nueva York, acre­ditaba 60.250 toneladas, 882 pies de eslora, 3 héli­ces y una velocidad máxima de 24 nudos. Viajaban a bor­do unos 2.200 pasajeros (con capacidad para 3.000) y solo tenía 20 botes salvavidas, 4 menos de los que lle­va­ba el imaginario Titán…

Una historia «de película»

Ese aura de misterio que rodeó al naufragio, unida a la notoriedad del hecho, contribuyó a crear el mito, y muy pronto empezaron a rodarse películas sobre el asun­to. La primera se estrenó tan solo un mes después del acci­dente. Salvada del Titanic (1912), interpretada por Do­rothy Gibson, se rodó en el buque gemelo Olympic y presentaba a la protagonista como una heroína. Dos me­ses después, en Alemania, se estrenó En la noche y el hie­lo (1912), con efectos especiales una tanto infantiles.

La primera sonora fue Atlantic (1929), dirigida por un rea­lizador alemán y otro británico (por eso tuvo dos ver­sio­nes, en dos idiomas) y en la que Alfred Hitchcock hi­zo de extra. Después vino Cavalcade (1933), de Frank Lloyd, que solo trató de soslayo el naufragio, pero que ob­tuvo tres Oscar. En los años cincuenta se es­trenaron dos filmes de gran impacto: El hundimiento del Titanic, de Jean Negulesco (1953), con Barbara Stanwyck y Clif­ton Webb, que narraba historias ficticias con algu­nos anacronismos, pe­ro que fue un alarde de efectos es­peciales; y A night to remember (La última noche del Ti­tanic, 1958), de Roy Ward Baker, basada en una minuciosa reconstrucción rea­lizada por el escritor Walter Lord: hasta se usaron los pla­nos del barco para construir los escenarios.

Con todo, el gran filme sobre el acontecimiento esta­ba por rodar. Llegaría, muchos años después, de la mano de Ja­mes Cameron, tras el hallazgo de los restos del bu­que y un famoso documental que realizó National Geo­graphic.

Titanic (1997), de James Cameron (parte 2)

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