Carl Theodor Dreyer. Reflexiones sobre mi oficio

Carl Theodor Dreyer. Reflexiones sobre mi oficio | París 1926. Un director de cine danés ha logrado una autorización para contemplar el rodaje de Napoleón, la grandiosa película de Abel Gance. Se llama Carl Theodor Dreyer, tiene 37 años y es rubio, y serio. Por sus ojos azules desborda la pasión, el ascetismo de un hombre dispuesto a todo con tal de no disociar dos palabras que nunca quiere separar: cine y arte. Humilde, observador y reflexivo, Dreyer aprende de todo y perfila su genio. El genio de un iluminado, de un explorador que se maravilla ante el trabajo de otro gran aventurero: Abel Gance, dirige la gran escena de la reunión del Club de los Franciscanos, en la que el Corso escucha, por vez primera, la Marsellesa. Cuando concluye la visita, Dreyer vuelve al decorado contiguo, pared con pared, para volver a su trabajo, a su película. Es una película que lleva a sus últimas consecuencias aquello de que el estilo es el vestido de los pensamientos. Dreyer iluminaba La pasión de Juana de Arco.

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Paidós publica, en su recién iniciada colección La Memoria del Cine, un libro imprescindible para conocer las aportaciones de Dreyer (1889-1968) al lenguaje del cine. Se trata de la versión española del original francés de título homónimo, editado por Cahiers du Cinéma. El libro alberga varias entrevistas con el director danés, así como algunos de sus artículos, declaraciones, cartas y críticas cinematográficas. La edición se completa con los testimonios de varios colaboradores de Dreyer. Se echa en falta un breve apunte biofilmográfico, que no habría supuesto mucho incremento de páginas, y hubiera enriquecido el texto para los neófitos.

Cuando José Luis Garci, después de repetidas tentativas, logró pasar Ordet (1955) en su programa Qué grande es el cine, pudo comprobar -con legítima satisfacción- la enorme sacudida que causó la película de Dreyer en una multitud de espectadores jóvenes, que no habían podido verla en el momento de su estreno. Mu­chos, que no pudieron asistir a los ciclos de la Filmoteca Nacional, la Universidad de Navarra o el Cine-Club sevillano de la UGT, escriben a Garci para pedirle que cumpla su promesa de poner Gertrud (1965).

La gozosa lectura de este libro lleno de sutileza ayudará a conocer mejor las opiniones de un creador excepcional, convencido de que la vida no tiene sentido sin el amor. Dreyer padeció una infancia sin amor y vivió en una Europa surcada por la injusticia y la violencia. Quizás por eso, y por su condición nórdica, se propuso utilizar el cine para indagar en los comportamientos morales y en las consecuencias del calvinismo y el protestantismo en la religiosiosidad cristiana de los paises nórdicos.

Dreyer rechazó el cine como entretenimiento industrial y buscó el realismo metafísico como herramienta para alzar historias de gran calado espiritual, que ayudasen a resolver las grandes preguntas del ser humano. Su excepcional dirección de actores exige siempre un pensamiento debajo de cada gesto, aunque el ritmo se ralentice o las palabras se pronuncien con sabor de liturgia.

Con buen humor, y consciente de que su aprecio por el existencialismo religioso y moral de Kierkegaard podía pesar a más de un espectador, Dreyer respondía así a la última pregunta de un periodista, que le entrevistaba con motivo de su cincuenta cumpleaños:
– ¿Quiere usted decirnos algo sobre sí mismo?
– Sí, sólo una palabra: paciencia…

Carl Theodor Dreyer. Editorial Paidós Ibérica. Barcelona, 1999.

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