Alexandre Trauner, el inventor de espacios
Alexandre Trauner aprende el oficio trabajando como ayudante de Lazare Meerson en una obra prodigiosa para su tiempo, La kermesse heroica (Jacques Feyder, 1935). Después colaborará estrechamente con Marcel Carné y Jacques Prévert.
Cuando a Billy Wilder le preguntaban otros colegas dónde había encontrado un lugar para rodar esa oficina interminable que aparece en El apartamento (1960), contestaba siempre que en la imaginación de Alexandre Trauner.
Una afirmación sorprendente que, sin embargo, se atenía estrictamente a los hechos. Era Trauner el que había ideado para la oficina un truco de perspectiva que contado parece inverosímil, pero cuyo efecto final le valió un Oscar. Construyó muebles cada vez más pequeños que, junto con el diseño en fuga de las líneas del techo, y algunas lámparas estratégicamente colocadas, crearon una ilusión de espacio gigantesco, donde el pobre oficinista, interpretado por Jack Lemmon, parecía un pequeño escarabajo en un espacio kafkiano.
El propio Wilder explicaba divertido cómo consiguieron el efecto final de espacio casi inconmensurable en el plató nº 4 de los estudios Goldwyn, que no era precisamente muy grande: «lo que hicimos fue colocar la primera fila de la oficina, luego la segunda, luego la tercera. En cada fila las mesas eran más pequeñas y los extras cada vez más menudos, y al final pusimos recortables, personas así (hacía entonces un gesto con las manos para indicar un tamaño diminuto), y coches en miniatura, como si se vieran desde arriba».
Lo montaron todo en un día y medio. La admiración de Wilder hacia Trauner se convirtió desde entonces en una roca inexpugnable. Y no se quedó solo: Orson Welles, Marcel Carné y el guionista y poeta Jacques Prévert, tuvieron por su trabajo un enorme respeto.
¿Pero de dónde había salido ese húngaro capaz de ganarse la confianza ciega de directores tan visionarios? Nacido en Budapest en 1906, se había formado primero como pintor, alcanzando tal éxito, que hoy todavía pueden verse cuadros suyos en el Museo de Arte de su ciudad natal. A pesar de lo bien que le iban las cosas, en 1929, preocupado por la invasión nazi en Hungría, decide exiliarse a París, dando así un volantazo inesperado a su vida. Allí empieza a trabajar en el cine y desde entonces se dedicará por completo a la dirección artística.
Aprende el oficio trabajando como ayudante de Lazare Meerson en una obra prodigiosa para su tiempo, La kermesse heroica (Jacques Feyder, 1935). Después colaborará estrechamente con Marcel Carné y Jacques Prévert -que fue para él como un hermano-, convirtiéndose así en una figura clave de lo que vino en llamarse el «realismo poético francés», tendencia que aunque se interesaba por temas naturalistas prefería los decorados construidos en estudio.
En los años 50, respaldado por el reconocimiento rendido del cine francés, Alexandre Trauner se traslada a América, donde trabajará con Orson Welles, Howard Hawks, Billy Wilder, John Huston y William Wyler, entre otros. A pesar de que en Hollywood lo encumbran y le sobra el trabajo, vuelve a mediados de los 70 a Europa, donde seguirá colaborando con los directores galos con los que había aprendido los secretos del oficio y a los que se sentía personalmente muy vinculado.
Su método de trabajo, aunque pueda parecer anárquico, funcionaba como un reloj: estudiaba primero el guion y luego pintaba unos cuantos cuadros de referencia, precisos y muy detallados, con los que definía los lugares clave donde se iba a desarrollar la historia. De esa manera, antes de empezar a rodar, el director ya podía visualizar la película, casi por entero.
Su método, aunque eficacísimo, era muy peculiar ya que no se documentaba sobre la época en la que se encuadraba la película. Se dedicaba a empaparse bien del carácter de cada escena, sobre todo del ambiente que el director quería convocar, y luego dejaba que fuesen sus recuerdos personales los que decidiesen los detalles significativos. Con su intuición, su capacidad de observación que fijaba en fotografías formidables -disparadas sin descanso, en sus viajes- era raro que no acertase. Con su ojo de pintor, siempre conseguía atrapar la esencia.
Su forma de trabajar revelaba, frente al historicismo imperante en algunos ambientes, la preferencia por las recreaciones libres que evocaban lo real sin copiarlo. Eso al final acababa siendo mucho más significativo para el público que, ayudado por los subrayados del artista, se sumergía con más facilidad en la atmósfera dramática de la historia.
Trauner explicaba a sus detractores que «una habitación en la que se vive, no es una habitación en la que se filma» y que «el objetivo de una cámara, no es un ojo», por lo que el escenógrafo no está obligado a someterse a los dictados de la mímesis. Debe en cambio eliminar los detalles innecesarios para construir solo lo que cada escena requiere. «No copiar, sino recrear» podía haber sido el lema de su escudo de armas en caso de que hubiera tenido uno.
Otra premisa importantísima para Trauner era que en los decorados hubiese continuidad entre el interior y el exterior. Estaba convencido de que sin coherencia espacial es muy difícil crear un ambiente que transmita una emoción. En la tienda de Zabel en El muelle de las brumas (Marcel Carné, 1938), el escaparate es tan engañoso como el atildado interior en el que vive el tendero. Por otra parte, la vivienda revela el carácter de su propietario: de aspecto inofensivo y respetable, esconde, sin embargo, un lúgubre y mal iluminado sótano como el que el propio Zabel alberga en su alma, habitado por aviesas intenciones que se van desvelando paulatinamente.
A Trauner se le reconoce también por su capacidad para crear profundidad, contrastes y una densa riqueza espacial. Para ello jugaba con la perspectiva, a veces distorsionada, y con los niveles de altura. No es difícil ver en sus películas, escaleras, altillos y desniveles. Si tiene que trazar una calle, busca desviaciones, prolongaciones, curvas y todo lo que contribuya a electrizar con movimiento la escena. Un ejemplo inolvidable es la calle de París donde se ambienta Irma la dulce (Billy Wilder, 1963), que con su ondulante trayectoria acompasa en un espacio reducidísimo todos los vaivenes de la historia.
Esos escenarios con sus perspectivas inusuales y sus detalles inesperados contribuyeron sobre todo a resaltar el realismo brumoso de los directores franceses para los que trabajó. Las recreaciones que hizo en estudio de Le Havre o de las calles de París son inolvidables, y todos están de acuerdo en reconocer que tienen un halo poético difícil de rebasar.
Orson Welles, al decir que Alexandre Trauner era un «magnífico director artístico y un hombre extraordinario» expresó algo que los que habían colaborado con él tenían bien experimentado: no era solo su talento lo que le convertía en un colaborador inestimable. Su no darse importancia, la conciencia alegre de que su trabajo estaba en función de una tarea común era, más que ninguna otra cosa, la que hacía que trabajar con él fuese algo parecido a una tranquila fiesta entre amigos. La fama abrumadora que le precedía nunca le llevó a considerarse imprescindible, ni a imponer a nadie sus puntos de vista. A pesar de su genialidad, era muy fácil tratar con él cualquier cuestión visual de la película.
Para Trauner, «un decorado que fuese un fin en sí mismo nunca sería un buen decorado». Tenía la humildad y el sentido común suficiente para saber que una escenografía, por muy extraordinaria que fuese -solo con las de Los niños del paraíso (Marcel Carné, 1943) o Don Giovanni (Joseph Losey, 1978) bastaría para ser recordado-, no era más que un instrumento para contar una historia. Esa convicción le llevó a empeñarse en que sus escenarios fueran siempre flexibles, se pudiesen cambiar sin problemas y que, sobre todo, no creasen dificultades añadidas al equipo de rodaje. Un botón de muestra en este sentido es que siempre construía los decorados de tal manera que el director pudiese tener varias opciones a la hora de decidir las evoluciones en el espacio de los actores.
Los directores que trabajaron con él se sabían con las espaldas bien cubiertas. «Su fuerza radica -reconocía con lucidez Bertrand Tavernier– en que cada dificultad siempre la ataja de frente, sin prejuicios ni orejeras. Sean los problemas estéticos o de intendencia, su experiencia siempre resuelve sin víctimas. Pacta siempre con la lógica». Trauner sabía por experiencia que «en su tarea, el decorador tropieza con mil limitaciones y su oficio consiste precisamente en saber sacar partido de ellas». Nunca se lamentaba, ni se quejaba, cuando llegaban los problemas, muy al contrario, parecía disfrutar con aquello que ponía a prueba su imaginación.
Con su trabajo en Otelo (Orson Welles, 1951), una aventura desesperada, siempre a punto de naufragar, Welles comprobó hasta qué punto Trauner era «de gran ayuda para quienes tenían la responsabilidad última». En esa cinta comprobamos no solo su versatilidad como inventor de espacios, sino también la comprensión de la intrincada y brillante mente de Welles, con el que supo entenderse de maravilla. Para él creó espacios inspirados en la pintura veneciana de Vittore Carpaccio, pero insuflándoles esos rasgos claustrofóbicos y expresionistas que tanto le gustaban a Orson.
Quizá el que mejor entendió su grandeza, como ser humano y no solo como artista de talento, fue Billy Wilder, con quien colaboró en casi una decena de películas. Los dos tenían un gusto por la comedia y una manera de entender la joei de vivre y la camaradería muy parecidas.
Wilder argumentaba así por qué había elegido a Trauner para que fuese el inventor de espacios de sus películas: «es bueno, absolutamente fiable, divertido, siempre dispuesto a reírse de sí mismo, es el más profesional de cuantos han trabajado conmigo. Es un aristócrata, un general que come con la tropa, que no se relaciona con los peces gordos ni cuando le buscan y que prefiere a la gente de a pie. No aprecia la palabrería, cada minuto que paso a su lado es enriquecedor y además es un gran cocinero».
Una declaración desenfada pero rotunda y sincera. «Yo lo que quiero es trabajar con amigos», decía Jonas Mekas. Los que conocieron a Trauner sabían que ese deseo, que duerme en todos nosotros, no es tan difícil de despertar. Basta y sobra con querer que tu talento sea pan para todos.