Anna Karenina: Claves estéticas de una versión libre
El diseño de producción de Sarah Greenwood tiene especial relevancia en esta versión de Anna Karenina que dirige el inglés Joe Wright (El instante más oscuro, Pan (Viaje a nunca jamás, Orgullo y prejuicio, Expiación). La música de Darío Marianelli, los decorados de Katie Spencer y el vestuario diseñado por Jacqueline Durran (premiado con el Oscar) son elementos trascendentales que configuran la naturaleza del relato escrito por Tom Stoppard (Parade´s End, Shakespeare in love), una disección del clásico ruso, que arma las piezas a su manera para crear una historia alejada -en su esencia y en su acercamiento a los conflictos- de la obra de León Tolstoi.
Nos referimos, pues y quede claro, a la película. El escenario de este drama se reduce a uno y su contrario, la sala de teatro y la realidad, impuesto por el estado mental del personaje en cada escena. Las tablas del espectáculo están reservadas para la alta sociedad rusa que actúa como un solo personaje en su interpretación de “la buena vida”, grandes eventos sociales donde todos trabajan en perfecta armonía desarrollando una hermosa coreografía social.
Detrás, entre bambalinas, colgaduras y bastidores, sobreviven como antagonistas aquellos que han sido apartados por su falta de virtud. Solamente aquellos que viven al margen de los espectadores, personajes íntegros y de gran pureza como Levin y “su gente”, habitan en la realidad, en la amplitud del campo ruso, de las nieves y las grandes cosechas, expresión del alma rusa. Otros escenarios, también alejados de la vida social de los poderosos, simbolizan la interioridad de los personajes, como el laberinto sentimental donde Anna corre, huye, juega; salir de ese espacio, oscuro y luminoso a ratos, significa toparse con la verdad, su matrimonio con Alexei Karenin.
Si el escenario nos sitúa en el estado mental y social de los protagonistas, el vestuario expresa de manera sutil el arco de transformación de los personajes y su carácter. La indumentaria de Anna está marcada por una silueta que fusiona la de la época en la que se basa la novela con la costura francesa de los años 50. Combina el talle estrecho, el escote y las amplias faldas de Dior con la largura y el uso del polisón de 1870. Como la propia Durran ha confirmado le interesaba transmitir el lujo en el que vivía la Rusia de finales del XIX de un modo bello. Como Dior pretendía, Anna se convierte en una mujer flor, con la que el diseñador quería restaurar la belleza versallesca y la costura francesa. Junto a la figura y las joyas, diamantes y perlas, el color del vestuario de Anna: púrpura, rojo y negro, aquí en tonos apagados pero que han estado tradicionalmente asociados en la cultura occidental con el lujo y el poder, reflejan la posición y el carácter decidido de Anna, su superioridad al despreciar los comentarios sociales.
A Anna la están vistiendo cuando sale a escena por primera vez con un vestido dos piezas en seda color berenjena. Representa el papel que los demás le marcan, la mujer de un alto cargo del estado y madre entregada.
Transformación del vestuario
El vestuario se transforma a lo largo de la cinta, en coherencia con el viaje vital de Anna. Las formalidades dan paso a la vanidad desafiante de Karenina en el baile de presentación de Kitty: el vestido negro, con amplio escote y collar de diamantes de esta escena, es el mismo que el de la ópera final pero en blanco. Aquí símbolo del triunfo, allá de la mujer humillada públicamente. Entra en una rueda en la que, atada por la ciega pasión, actúa sin prestar atención a sus compañeros de escena. Ya no esconde su infidelidad, rompe las reglas de la “buena sociedad” e, inmersa en su propio laberinto, sus vestidos presentan una silueta más entallada y escotes más amplios rematados con tocados.
Tras el escándalo, el perdón y la vuelta con Karenin, Anna ya no puede sino esconderse: la angustia y la constricción que le produce tal situación se refleja en el velo negro que le cubre la cara que recuerda una telaraña. El encierro, los celos incontrolables y la ingestión de drogas y alcohol han convertido a Anna, ahora vestida solo con ropa interior (corsé, polainas y miriñaque) en un personaje débil e inseguro.
El vestuario de Anna contrasta con el de Kitty de corte más tradicional e infantil, siempre en pasteles y colores claros. Kitty, junto a Levin, representa la inocencia, la pureza de corazón. Su vestuario sufre pequeñas transformaciones hacia la madurez y pasa por una pequeña crisis tras el rechazo de Vronsky, cuando viste con tejidos sencillos y poco delicados.
Más llamativo es, sin embargo, el de Levin que aparece como un personaje despreocupado por su aspecto y por el qué dirán: recuerda al estereotipo americano de la costa oeste. Este atuendo cambia cuando debe presentarse ante Kitty demostrando que es la única mujer que le importa.
En Karenin ocurre el proceso contrario, desde el primer momento viste dejando clara su posición, con el uniforme de funcionario estatal y la banda roja del cargo. En el desarrollo de la historia su indumentaria es un fiel reflejo del personaje, siempre correcto, de costumbres fijas. Sus relaciones están marcadas por unas formas muy rígidas, como los tejidos de su vestuario. Es interesante cómo en ocasiones el vestido adopta el papel que interpreta el personaje, como el de orientador moral en sus últimas conversaciones con Anna, sobre el perdón y los deberes, en el que el traje que lleva recuerda al vestido sacerdotal.
La película cierra con un Karenin leyendo plácidamente cerca de los niños que juegan en un jardín descuidado que inunda el teatro. Viste por primera vez un traje de tejidos suaves y colores claros.
Si bien se puede decir que la Anna Karenina de Wright podría llevar otro título por la falta de fidelidad a la novela de Tolstoi -el director no ha sabido o no ha querido captar la profundidad psicológica de la trama reduciendo el sufrimiento de los personajes a una simple cuestión de hipócrita esclerosis social-, parece claro que merecen reconocimiento el vestuario y la dirección de arte que con sus vigorosas opciones atrapan estéticamente al espectador.
Marga Velar
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