Blue Jasmine: la ensoñación del lujo
· Cuando vemos a Jasmine en el avión con su chaqueta Chanel, antes de que diga nada ya sabemos qué clase de mujer es.
Blue Jasmine, la película de Woody Allen es una despiadada fábula sobre gente “bien” para quienes la verdad es lo de menos siempre que se esté a la altura. Jasmine French pertenece a esa sociedad amante de las apariencias que vive en un mundo de ensueño. Un revés inesperado le arrebata todo lo que tiene y le obliga a dejar atrás su piso de lujo en Manhattan para mudarse a un apartamento ratonera en San Francisco, donde la acogerá su hermana compadecida del batacazo vital que está acabando con su cordura.
Cate Blanchett ha recibido todos los reconocimientos que el mundo del cine podía otorgar por interpretar a esa mujer al borde del colapso. Su actuación viene precedida por cinco años en el teatro haciendo el papel de Blanche DuBois, la protagonista de Un tranvía llamado deseo, de la que Jasmine parece ser un trasunto contemporáneo. Los recursos interpretativos que allí incubó bajo la dirección de Liv Ullmann -actriz predilecta de ese buceador de almas que fue Ingmar Bergman– se despliegan en Blue Jasmine con abrumadora convicción. Enmarcados en la película en apabullantes primeros planos, nos muestran el extravío de alguien acostumbrado a mirar hacia otro lado cada vez que sospecha que las cosas no son como las había imaginado.
Cuando su mundo, hasta entonces perfecto, se desmorona, Jasmine intenta dominar la angustia del vacío a base de pastillas y de stoli Martini, enfundada en las carísimas prendas que ha podido llevarse a San Francisco en sus maletas de Louis Vuitton y que son el único bastión que le queda de sus tiempos de gloria. En la elección de esos vestigios que aparecen ante el espectador como fabulosos restos de un naufragio es donde Suzy Benzinger, la diseñadora de vestuario, ha hecho un trabajo intachable.
La ayuda de Cate Blanchett ha sido fundamental para conseguir vencer el primer escollo que hacía inviable la tarea: un presupuesto a todas luces insuficiente con el que ni siquiera se podía comprar un bolso de marca. Sus llamadas directas a las casas de moda para que les prestasen lo necesario ha hecho posible poder contar con prendas de otro modo inaccesibles. Por otra parte, la elegante cadencia de los movimientos de Cate, su voz profunda y bellísima y su porte sofisticado sin estridencias han logrado que el vestuario adquiriese la relevancia necesaria para construir un personaje en el que el estilo es el elemento fundante de su carácter.
La historia del extravío de Jasmine se nos cuenta en la película con un continuo ir y venir entre el presente y el pasado, lo que nos permite conocer también su elegante desenvoltura durante sus días de éxito en Nueva York. Paseando con faldas lápiz por Park Avenue o con vestidos de cóctel en las fiestas que organiza, la vemos llevar solo prendas firmadas por diseñadores de renombre (algunos como Óscar de la Renta, Valentino, Ralph Lauren o Carolina Herrera, fácilmente reconocibles) de los que es evidente, aunque no se haga explícito en los diálogos, que es clienta habitual.
Cuando cambiamos de escenario y la vemos con su hermana pequeña en San Francisco, en su lucha por mantenerse a flote, se dedica a improvisar mezclando prendas de distintos diseñadores. La chaqueta de Chanel, ahora descabalada, la combina, por ejemplo, con vaqueros de J. Brand (los pantalones preferidos de las celebrities) y carísimas camisas de Piazza Sempione, la marca italiana que tiene a gala trabajar siempre con los mejores tejidos. Todo ello aderezado con sus pequeños tics de estilo, a los que antaño había confiado su estatus, como las gafas que sigue llevando sobre la cabeza, como cualquier señora con clase del Upper East Side.


El mejor ejemplo de que la ropa se ha convertido para Jasmine en su último refugio es sin duda el enorme bolso de Hermés, que lleva en el antebrazo como si fuera un escudo. Benzinger eligió ese modelo y esa forma de llevarlo colgado después de ver infinidad de fotos de Kim Kardashian, Eva Longoria, Reese Witherspoon y otras “ricas y famosas” que parecían atrincherarse detrás de él cuando querían volverse inaccesibles. Se trata de un magnífico “Birkin” color camel con anclajes dorados, llamado así por la mítica cantante que ayudó a diseñarlo harta de llevar bolsos pequeños en los que no cabía nada. Hecho a mano con materiales de primera calidad, valía más que todo el presupuesto de vestuario, así que la relaciones públicas de Hermés tuvo que prestar el suyo mientras que duró el rodaje, imaginamos que no con poca preocupación.
El toque francés (uno de los pilares sobre los que Jasmine ha construido la ficción sofisticada de sí misma) se completa con unos zapatos “pilgrim” de Roger Vivier, con la característica y enorme hebilla marca de la casa. Hechos a medida para la película, de tacón bajo y tono dorado, combinan a la perfección con sus conjuntos de contenida paleta cromática y evocan la gélida distinción de Catherine Deneuve, la primera actriz que los paseó por la pantalla.
Toda esa sofistificación que Jasmine ha cultivado como una segunda naturaleza se revelará finalmente inútil: ese lujo que ella creyó protector la envolvió falsamente en una nebulosa que la hizo invisible a los que podían haberla querido. En el devastador plano de la escena final, la chaqueta Chanel ya nada puede hacer por ella. Sumergida en la locura, su anclaje vital se desvencija y el espectador no puede menos que sentir una pena infinita por esa mujer extraviada.
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