La La Land de Damien Chazelle
· Al acabar la película, todos esos colores que han bailado delante de la cámara se resisten a abandonarnos. Colores sólidos, sin matizar, que se deslizan sin el menor asomo de duda, al ritmo de la música.
Sin un buen vestuario, La La Land, una fábula contemporánea que intenta ser un homenaje a la era dorada de Hollywood, se habría trastabillado. Mary Zophres, la diseñadora de cabecera de los Coen, ha sido la responsable de ese elemento nuclear en la gramática de un musical clásico. El director de la película, un entusiasta y comunicativo Damien Chazelle, quería que el lenguaje visual funcionara como un reloj, así que reunió a Zophres, la coreógrafa, el director del set y el de producción para repasar juntos, página por página, el guion y decidir qué papel jugaría el color en cada escena.
El reto era crear para La La Land un estilo que fusionara el pasado con el presente. Una atmósfera nostálgica envolviendo unas vidas que pudiesen ser las nuestras. Después de ver un montaje que Chazelle preparó con fragmentos de sus películas de referencia, Zophres tenía claro que el vestuario debería contar con los colores saturados y alegres de los filmes de Demy, las hechuras fluidas de las películas de Minnelli y la contemporaneidad con la que Luhrmann viste sus musicales.
La La Land de Damien Chazelle: El personaje de Mia
Para construir el personaje de Mia, Zophres se inspiró en ese aire inocente y un poco esquivo de Catherine Deneuve en Los paraguas de Cherburgo (Demy, 1964), y en la atemporalidad clásica de Ingrid Bergman en Casablanca (Curtiz, 1942). El póster gigante de la actriz sueca en la habitación de la protagonista es un guiño a esa inspiración, y quizá también un aviso sobre el final hacia el que navega la historia.
La evolución del personaje se hace también visible en los vestidos que empiezan siendo construidos con bloques cromáticos y un movimiento muy fluido en la falda. Representan la ilusión recién estrenada de quien se enamora y empieza a flotar y a perder pie. Cuando los logros profesionales logran materializarse, y el amor pasa a un segundo plano, aparecen las hechuras lápiz pegadas al cuerpo, más sofisticadas y severas, y los colores se apagan. La actuación de Mia en el teatro, con una camisa blanca y un traje negro de raya diplomática, es el punto de inflexión de ese cambio.
Para conseguir un estilo clásico que rememorase a las actrices del pasado, Zophres trabajó con siluetas de líneas puras y muy definidas. Aprovechando la complexión de Emma Stone, resaltó sus hombros con el llamado cuello halter que difundió Madeleine Vionnet en los años 20 y que hizo fortuna en Hollywood gracias a Adrian, el diseñador que vistió a las dos estrellas más incombustibles de la MGM: Joan Crawford y Greta Garbo.
El primer vestido con que vemos a Mia es de un favorecedor azul cobalto que contrasta, sin que consigan ningunearlo, con los colores parchís con que se visten sus alocadas compañeras de piso haciendo gala de un mamarrachismo sublime. Es un diseño del joven Jason Wu, muy parecido a uno que llevó Deneuve, también con los hombros de tul, y que Zophres encontró casualmente en Saks, una tienda de la Quinta Avenida.
Emma Stone estaba tan favorecida con el vestido amarillo de Versace que había llevado en la ceremonia de los Oscar de 2014, que Zophres convenció a Chazelle para incorporar ese color en una de las mejores escenas de la película, quizá por ser la que más recuerda a la maravillosa Cantando bajo la lluvia (Donen, 1952). Mia lleva un vestido amarillo cadmio, muy sencillo, con un leve estampado de flores inspirado en Matisse, perfecto para el tono divertido y ligero de esa parte de la historia. El contraste del amarillo con el cielo de Los Angeles al anochecer es de alto voltaje y recuerda al que consigue Van Gogh en su Terraza del café de noche en Arlés (1888).
De todos los vestidos, es el blanco del final el que más recuerda al cine de los años dorados y es también el preferido de Zophres. Representa el colofón de la película y, quizá por eso, es el que más tela lleva en la falda. Bailando en el aire y con las estrellas de fondo, la diseñadora quería conseguir que la actriz sintiese que volaba. Esos breves instantes son los que posiblemente mejor evocan a Fred Astaire y Ginger Rogers bailando juntos En alas de la danza (Stevens, 1936).
El personaje de Sebastian
Si los vestidos son el distintivo de Mia, el de Sebastian son los zapatos. Zophres eligió para él unos Stacy Adams que estuvieron muy de moda en el mundo del jazz; pero como vio que Gosling no podía bailar bien con ellos, se los cambió por unos preciosos zapatos brogue de dos tonos. Son iguales que los que Mia se pone cuando baila claqué por primera vez con Sebastian, un momento mágico, en el que ese baile al unísono, con los mismos zapatos bicolores, explica sin palabras que están destinados a entenderse.
Zophres tenía claro que Sebastian, que era un nostálgico sin remedio, no podía ir con vaqueros y camisetas por la vida, así que decidió fusionar en su aspecto el estilo impecable del pianista de jazz Bill Evans, siempre trajeado, el porte más desenfadado del actor y también pianista Hogy Carmichael, y el aire algo agreste y levemente descuidado de James Dean.
La ropa de Sebastian -unas camisas, dos pares de pantalones y unos cuantos blazers-, se hizo toda a medida. Solo las corbatas, estrechas y con un pequeño bordado en la pala, se alquilaron y hubo que devolverlas al acabar el rodaje. Como a Gosling le habían gustado tanto, Zophres tuvo un detalle muy bonito: comprarle por eBay un montón de corbatas parecidas y mandárselas a casa.
Aunque su estilo sea bastante formal, no por ello faltan detalles muy modernos. Por ejemplo, las chaquetas, generalmente no van a juego con los pantalones, que son estrechos y de cintura baja, como se llevan ahora. En otro orden de cosas, y en función de las demandas del filme, se hicieron algo más cortos de lo normal para que se vieran bien los zapatos y para su confección se eligió una lana, mezclada con un poco de elastano, para que no estallaran en medio de una toma.
Una soterrada disonancia
Al acabar la película, todos esos colores que han bailado delante de la cámara se resisten a abandonarnos. Colores sólidos, sin matizar, que se deslizan sin el menor asomo de duda, al ritmo de la música. Por debajo de ellos, una soterrada disonancia: la indecisión de unos personajes que no saben si perseguir sus sueños o jugárselo todo por un amor de ley que hubiese querido llegar para quedarse.
Se nos desvela así, casi sin querer, la fractura visual del filme: el exterior chispea con festiva nitidez, pero el interior se balancea en una triste bruma que se deshace. La La Land, como un astronauta que ha perdido contacto con la nave nodriza, se aleja de esos musicales sin grietas del viejo Hollywood en los que podíamos tenerlo todo: soñar, amar alegremente y cantar bajo la lluvia. La elección de Chazelle no ha dado en la diana, pero siempre hay espectadores que al salir del cine no se resisten a recoser la fractura para poder seguir bailando: amar se puede siempre.
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