Greta Garbo, Greta Gustaffson, la luz helada
Greta Garbo (Ninotchka, La Reina Cristina de Suecia), llegó a Hollywood con 19 años no sabía una palabra de inglés y la prensa local se burló de su timidez y de su aspecto tosco.
En 1905 nacía, en un barrio miserable de Estocolmo, Greta Gustaffson, una niña tímida que iba a crecer en la indigencia pero protegida por la fascinación que sentía por el teatro y las aguas sobrecogedoras del mar Báltico. A los 14 años perdió a su padre y tuvo que empezar a trabajar primero en una barbería y luego en unos grandes almacenes.
Su paso por la escuela de arte dramático y una película con el respetado director sueco Mauritz Stiller, que fue el primero que creyó en ella y el que le sugirió que cambiase su apellido por el de Garbo, fueron suficientes para cimentar su destino como una de las glorias del cine. Un destino fulgurante aunque terriblemente fugaz.
A su llegada a Hollywood con 19 años no sabía una palabra de inglés y la prensa local se burló de su timidez y de su aspecto tosco: al lado de actrices como Gloria Swanson o Lillian Gish, parecía una campesina. La Metro Golden Mayer, que había contratado a Garbo, decidió poner remedio: le hicieron adelgazar, le alisaron su pelo revuelto y fosco y le perfilaron el arco de las cejas hasta convertirlo en una leve y subyugante línea. Su aspecto se volvió más frágil y gélido y su angulosa estructura ósea emergió para dotarla de un aspecto atlético que anticipaba una modernidad aún desconocida.
Ese pequeño cambio en su apariencia junto al trabajo de dos valiosos profesionales de la MGM, hizo que la joven sueca pudiese ser llevada en volandas, en muy poco tiempo, hasta la cumbre de la fama. Uno de ellos fue el director de fotografía William H. Daniels, un maestro de la luz que iluminaba como nadie el blanco y negro y que supo filmar el rostro de Greta Garbo adentrándose en su misterio, para mostrarlo al mundo como un arquetipo de la belleza atemporal. La actriz, consciente de la valía de Daniels, hizo ejercer toda su influencia para que, cuando fuese posible, solo su cámara la filmase.
El otro creador que contribuyó a la construcción de su aura imperecedera fue Gilbert Adrian, el más importante diseñador de vestuario de Hollywood en los años 30. Para ella creó vestidos de ensueño con el corte al bies, extraños sombreros, quizá demasiado extravagantes pero tan inolvidables como el que llevó en Ninotchka (1939) y rutilantes trajes históricos. Su belleza hipnótica hizo el resto.
A pesar de lo inestimable que fue la aportación de Daniels y Adrian, nada se hubiera logrado si Garbo, como una vestal de la antigüedad, no hubiese preservado intacto el fuego de la creación, haciéndolo emerger en llamaradas trágicas en cada una de sus interpretaciones.
Unía a su talento una capacidad de trabajo sobrehumana. Estaba en el plató desde las siete hasta las cinco, con puntualidad impecable y jamás eludía un rodaje. Para no perder la concentración pasaba poco tiempo fuera de su camerino, lo que la hacía parecer más inaccesible y distante de lo que en realidad era. Con frecuencia, para evitar que los que deambulaban por el estudio la distrajesen, pedía que el set de rodaje se rodease de biombos oscuros que la hacían sentirse a salvo de las miradas críticas y aviesas que tanto la desestabilizaban. En aras también de la concentración, antes de rodar una escena preguntaba qué se vería en ese plano. Si los pies iban a estar fuera del encuadre, se ponía unas zapatillas viejas de estar por casa. Así podía centrarse mejor en el esfuerzo titánico que por su timidez le suponía dejar aflorar el oleaje de estados de ánimo que la atravesaban mientras actuaba.
En los 16 años que duró su corta carrera en Hollywood hizo papeles de mujer fatal primero y de innumerables heroínas de epopeya después, hasta convertirse en la musa trágica del cine americano. Durante ese tiempo decidió mantenerse al margen de las tretas de los grandes estudios para promocionar a sus estrellas: no concedía entrevistas, no firmaba autógrafos, no iba nunca a los estrenos. Le dañaba la adulación mezquina de los que tratan a los actores como trofeos de caza, jactándose de haber conseguido fotografiarse o intercambiar unas palabras con ellos. Esa es la razón de que le gustasen tan poco las fiestas y de que si tenía que dormir en un hotel lo hiciese casi siempre de incógnito.
La última vez que apareció en el cine fue a los 36 años en una película que hizo trizas su misterio: La mujer de las dos caras (1941). Un crítico escribió que la cinta había hecho de Greta Garbo “un bufón, un payaso, un mono en un palo”. Los trajes de noche que le había hecho Adrian fueron rechazados por los responsables de la película por considerarlos demasiado elegantes, ya que querían, quizá buscando la novedad, que por una vez Garbo interpretase a una mujer corriente e incluso un poco chabacana.
Adrian ya sabía que aquello no iba a funcionar. Greta Garbo había creado un prototipo de mujer enigmática e inalcanzable: “Si destruyes esa ilusión, la destruyes a ella”, dijo el diseñador que dejó la MGM por esa causa: “cuando Garbo abandonó el estudio, el glamour se fue con ella, así que yo también me fui”. Aunque ella al principio no era consciente de que sería su última película, la frialdad con la que el público recibió su actuación le asestó un golpe mortal a la poca confianza que le quedaba en sí misma, y aunque después le hicieron muchas ofertas para volver al cine, ya no supo encontrar las fuerzas y las rechazó todas.
Desde entonces luchó por evitar que la vulgaridad volviese a devastar su vida. Salía a la calle atrincherada tras unas gafas oscuras: no quería envolver su retiro en un misterio pero necesitaba que la dejasen en paz. Solo las cálidas y vibrantes pinturas de Renoir y Jawlensky le brindaban un poco de protección amiga desde las paredes de su apartamento en Nueva York. Allí, muy cerca de los árboles de Central Park, vivió el resto de su vida, sola, como había querido, pero también desamparada, como si este mundo nuestro no pudiera encontrar el equilibrio entre el acoso y la indiferencia. Por suerte, sus palabras aún pueden resonar en nosotros y hacernos comprender: “Nunca pedí que me abandonaran. Solo dije: ‘quiero estar sola’. Hay un mundo entre una frase y otra”.