A los 85 años ha fallecido el que fue durante más de 30 años director creativo de la casa Chanel. El artista alemán vistió a Stéphane Audran (fallecida hace un año) en una película inolvidable, El festín de Babette, estrenada en 1987. Con un solo traje, Audran construye un personaje inolvidable.
Lagerfeld en el festín de Babette
La atmósfera de la aldea recuerda al cine de Bergman y sobre todo al de Dreyer, aunque el tono es más festivo ya que está impregnado por la alegre visión católica de Babette.
Han pasado ya 25 años desde que el danés Gabriel Axel filmó El festín de Babette (1987), bella metáfora sobre el poder del arte para salvar a quien lo hace y a quien lo recibe. Su apuesta por convertir una cena en una subversiva celebración de la vida, le hizo ganar la aquiescencia del jurado de Cannes, un premio Bafta y el Oscar a la mejor película extranjera.
Karl Lagerfeld, otro maestro de la rebelión silenciosa, conocido como “el Kaiser de la moda” por su origen alemán y su dominio férreo de los destinos de Chanel (casa de la que es director artístico desde hace casi treinta años) fue el responsable de vestir a Babette, la enigmática protagonista.
Axel escribió el guión siguiendo casi al pie de la letra un relato de su compatriota Karen Blixen, conocida como Isak Dinesen en los círculos literarios, cuya vida había sido llevada al cine por Sidney Pollack en Memorias de África (1985), apenas dos años antes.
El pequeño cuento que la baronesa Blixen escribió en Dinamarca tras su exilio africano con el fin de ganar algún dinero, relata cómo Babette, huyendo de las persecuciones contra los sublevados tras la caída de la Comuna de París en 1871, llega a una aldea pesquera de la costa danesa donde es acogida por dos hermanas ya muy ancianas.
La atmósfera de la aldea recuerda al cine de Bergman y sobre todo al de Dreyer -algunos actores incluso habían trabajado antes con él en Ordet (1955)-, aunque el tono es más festivo ya que está impregnado por la alegre visión católica de Babette, quien con sus artes culinarias logra socavar los cimientos de la severa austeridad en la que milita la pequeña comunidad protestante que la acoge. La leve y poética luz de las velas encendidas en pleno día caldea suavemente las estancias -como hará Babette con los corazones de los sombríos aldeanos-, evocando los interiores silenciosos de Hammershøi, el pintor danés de la escuela de Copenhague que trabaja precisamente en estos años.
La actriz Stéphane Audran, a sus 54 años, interpreta con contención admirable a esa mujer fugitiva que había sido chef del Café Anglais, uno de los mejores restaurantes del Segundo Imperio y que hasta el final no revela a sus protectoras su procedencia. Lagerfeld debía entenderse a la perfección con Miss Audran, ya que ambos tienen una rara connaturalidad para capturar sin esfuerzo la esencia del allure francés. Habían trabajado juntos para Buñuel en El discreto encanto de la burguesía (1972), y estaban estrechamente vinculados a ese Balzac del cine galo que fue Claude Chabrol, precursor de la Nouvelle Vague y excelente gourmet que tenía terminantemente prohibido a su equipo que durante los rodajes se alimentasen solo a base de bocadillos. Cuando Stéphane, que se casó con él en 1964, se convirtió en Babette, bromeaba con ella por un error para él imperdonable, que había cometido en la película: colocar las codornices en el hojaldre sin haberlas dorado previamente.
Lagerfeld viste a la protagonista con tan solo dos vestidos, ambos entallados en la cintura y con falda larga muy amplia, tal y como se estilaba en la época. A pesar de la sencillez de ese vestuario, Babette domina cada plano con un porte elegante, casi regio, ya que como ella misma nos revela al final “un artista nunca es pobre”.
Tal es así que al enterarse de que ha ganado 10.000 francos en la lotería, en vez de emplearlos en cambiar de vida, decide gastarlos íntegramente en preparar un festín para sus benefactores. El día de la cena lo pasa trabajando en la cocina, con un sobrio pero elegante vestido gris abotonado, de cuello alzado y ribeteado de negro, sobre el que luce un inmaculado mandil.
Vestida así prepara con exacto protocolo el mantel y la delicada vajilla sobre la que descansará el deslumbrante menú, que se ha convertido en un clásico de la gloria de la buena mesa: sopa de tortuga gigante acompañada de un jerez amontillado, blinis “Demidoff” con caviar y nata agria, codornices en sarcófago -un volován de crujiente hojaldre en el que reposan las pequeñas aves rellenas con foie gras y trufas- servidas con un soberbio tinto Clos de Vougeot, cosecha de 1845, ensalada de endivias y nueces, tabla de quesos y de postre fruta natural y tarta de bizcocho al ron con fruta escarchada.
Después de esa caricia a los sentidos, la apacible sonrisa de todos revela sin palabras que la vida ha triunfado. Babette, citando a un famoso tenor que aparece en la película, les recuerda: “Por todo el mundo, se escucha el grito del corazón del artista: ¡Permitidme hacer todo lo que puedo hacer!”. Sabe que les ha hecho felices porque les ha regalado su arte, lo más valioso que posee. Igual que cuando trabajaba en el Anglais. Los invitados habían llegado a la cena decididos a seguir refugiados en la falsa seguridad de sus angostas convicciones, pero Babette, capaz de transformar una cena en una relación de amor, les libera del lastre de la tristeza que empezaba a amargar su existencia. Comprenden que “en la vida hay que elegir, pero al final nos es dado todo”.
Lagerfeld se debió sentir reconfortado por esta incondicional magnanimidad de la gracia. Amenazado él también por la tiranía del pragmatismo que destroza a dentelladas el tiempo que nos es concedido, ha decidido prescindir del móvil. Si tiene que comunicarse con alguien manda un fax o una carta escrita de su puño y letra. Rodeado por sus libros y abrigado por el silencio, lucha por trabajar sin distracciones. Sabe que solo si se entrega a su arte podrá legarnos algo que valga la pena. Dejad que Lagerfeld se siente en el festín de Babette. Dejad que haga todo lo que es capaz de hacer.
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