· Hammershøi y Dreyer: No hay lugar para el histrionismo en la filmografía de Dreyer. Su cine es callado y seco, como al resguardo del frío y las inclemencias del tiempo danés.
Hammershøi y Dreyer | En una masterclass celebrada en 2009 en el Centro de Capacitación Cinematográfica de México, José Luis Guerín, uno de los autores más sorprendentes del cine español, hace una observación clave: los cineastas que más le impactaron en su juventud son aquellos que empezaron haciendo cine mudo y más tarde se adaptaron al sonoro, porque “se llevaron consigo el secreto, un secreto único que solo a ellos pertenece, el de la elocuencia de la imagen”. Añade además que “de esos directores, los tres más importantes, a los que recurro constantemente, son Chaplin, Ozu y Dreyer”.
Debe ser cierto que Carl Theodor Dreyer, nacido en Copenhague en 1889, conservaba algún secreto silente: su capacidad para la narración visual es tan genuina, tan natural, que casi nadie ha podido igualarla desde entonces. Considerado de manera unánime como uno de los cineastas más influyentes de la historia, Dreyer (1889-1968) empezó sus andaduras cuando finalizaba la primera década del siglo XX. No sería hasta 1928, con el estreno de La Pasión de Juana de Arco, cuando el danés encontraría su propia voz, empezando a considerarse un auténtico autor. En la película ya pueden apreciarse las coordenadas artísticas que le acompañarán hasta el final: dramatismo desbocado, personajes atormentados, mística y religión como telón de fondo.
Y, sin embargo, no hay lugar para el histrionismo en la filmografía de Dreyer. Su cine es callado y seco, como al resguardo del frío y las inclemencias del tiempo danés. El entorno condiciona a los personajes, sus historias van desde fuera hacia adentro. Es por eso que el cineasta encontró en el arte pictórico de su paisano Hammershøi un referente visual al que acudir una y otra vez.
Son muchos los nexos de unión entre ambos artistas. El primero y más evidente es la luz. Vilhem Hammershøi (1864-1916) entiende la luz como un material para moldear el espacio, no para definir volúmenes sino para encontrar líneas y cruces: “Lo que me lleva a escoger un motivo son, en gran medida, las líneas que contiene, lo que yo llamaría la actitud arquitectónica de la imagen. Y después la luz, claro está. Es evidente que también tiene mucho que decir, pero las líneas son casi lo que más me gusta”.
La luz difusa y atmosférica, pero también la luz intensa que, filtrada a través de ventanas y marcos, trocea las superficies en rectángulos. En Dies Irae (1943), las luces no perfilan a los actores, sino que los atraviesan, sus sombras se proyectan nítidamente en la pared y sus rostros quedan recortados en claroscuros que recuerdan al expresionismo, pero sin la violencia neurótica que lo caracteriza.
Otro es la elección del escenario. Hammershøi y Dreyer se sienten más cómodos en interiores que en exteriores. El pintor se instala en frías y anticuadas habitaciones, con elementos barrocos y neoclásicos, siempre envueltas en colores mortecinos que inspiran silencio y tranquilidad, aunque nunca dejan de ser inquietantes, “como cuando miras a la ventana esperando ver algo, y solo cuando te das la vuelta ese algo aparece”. Por su parte, el cineasta ubica a sus protagonistas en espacios cerrados porque considera que es donde se consigue la mayor intensidad dramática. Una intensidad basada en la contención, en el encierro. Un buen ejemplo de esto es Ordet (1955), en la que “se da una perfecta adecuación de los personajes al decorado, lo cual crea un montaje de la imagen de una fuerza estética singular”, como señala Monzó, que sigue diciendo que “sus imágenes atrapan la palpitación de un tiempo que parece escaparse, incluso para los objetos que con ellos conviven. La presencia constante del reloj, tanto en el salón-comedor como en la sala del velatorio, marca el protagonismo de un tiempo que huye por la cercanía de la muerte”.
Los interiores de Hammershøi -ni más ni menos que los de su casa en Strangade, 30, en el barrio de Christianshavn (Copenhague)- cuentan con un mobiliario austero (sillas, mesas, burós) que nunca pasa desapercibido. Entre los ascéticos enseres, a menudo pero no siempre, una figura humana, casi siempre de espaldas, que da vida a los cuadros. Su presencia provoca una sensación de aislamiento o introspección.
La introspección de los habitantes de las películas de Dreyer, acosados por un mundo intransigente y misterioso, azotado por el miedo a lo incomprensible. Buscan cobijo en interiores austeros y gélidos, reflejos de su propio estado psicológico. Las luces y sombras simbolizan sus conflictos.
Hammershøi fue capaz de localizar este particular estado del alma, Dreyer lo aplicó a sus inquietudes metafísicas. Deudoras de ambos artistas son películas como Los Comulgantes, de Bergman, Sacrificio, de Tarkovsky, o Ida, de Pawlikowski.
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