Aki Kaurismäki: «No quisiera que mis películas fueran tomadas por lo que no son. Todo está en la superficie, no hay significados ocultos».
El arco de transformación del director finlandés Aki Kaurismäki (Orimattila, 1957) culmina en una película llamada El Havre, donde se mantienen animadas conversaciones en los bares y los personajes toman decisiones valientes y generosas. Una novedad en una filmografía poblada de personajes silenciosos y taciturnos sobre espacios de rojo gastado y azules eléctricos.


Los personajes apenas hablan pero los espacios donde viven tienen una poderosa capacidad para expresar su mundo interior.


El director de Un hombre sin pasado prefiere guiarse por la máxima cinematográfica de mostrar antes que narrar.
Con frecuencia, Kaurismäki invierte el orden natural de las tareas cuando adelanta la búsqueda de localizaciones a la escritura del guion. Como un sabueso, investiga y olfatea lugares auténticos, desgastados y reales, ricos en matices, con una fuerte carga existencial.
Y, una vez allí, imagina los seres y las tramas que poblarán estos recodos.
Es la sabiduría adquirida «sumergiéndose en la vida de las cosas creadas», como escribió Walter Benjamin.
A esto se añade el universo kitsch. El propio director lo admite: «Me gustan los objetos».
Y Kati Outinen, su actriz predilecta: «Preferimos cosas viejas, objetos con cierto feeling. Nos parece terrible tirar cosas viejas solo porque tienen una grieta. Intentamos ser europeos modernos, pero en el fondo de nuestros corazones somos gente taciturna».


En este sentido nuestro país no es muy diferente. Los españoles, según encuesta, tardamos una media de veinte años en deshacernos de los enseres que han sido recluidos en el trastero.


«Los objetos y los lugares adquieren una realidad material autónoma que los hace valer por sí mismos», señaló Deleuze sobre el cine de Visconti.
Lo trivial, lo transitorio, lo retirado de la circulación. Cacharros obsoletos, anticuados, feos.
No la belleza, sino solamente un cierto aura de lo que fueron las cosas. Objetos con una fuerte carga afectiva.
Y ya está construido el paisaje donde enmarcar las vidas de los protagonistas. Más que paisaje, ruina.
«Necesito ruinas para poder encuadrar», nos dice el director de Luces al atardecer.


Cuando estudiábamos arquitectura hablaban nuestros maestros de la capacidad de los entornos para modelar a sus habitantes. Y no les creíamos del todo. Pero qué gran verdad. Un espacio puede ser opresivo, o puede resultar oxigenante.


En el cine como en la vida las decisiones son, deberían ser, producto de la libertad personal, pero el entorno también hace su trabajo: constriñe o expansiona el ánimo.
El cineasta mexicano Iñárritu admite conceder muy poca libertad de movimiento a sus criaturas. Sucede lo contrario en cintas como Cadena perpetua, de Frank Darabont, donde el personaje de Tim Robbins sale adelante gracias a su fuerza interior.
La secuencia inicial de La chica de la fábrica de cerillas es una sucesión implacable y repetitiva de montaje industrial.
«Me han gustado siempre los motores -dice el director finlandés-, las verdaderas máquinas mecánicas con rodamientos y, a ser posible, sistemas hidráulicos. Las verdaderas máquinas son de metal».


Es el entorno deshumanizado del proletariado, que empuja a unos a cometer actos terribles sin pestañear, y a otros a recibir la injusticia sin opción a defenderse. La alienación del hombre moderno.
Aunque tampoco hay que exagerar. El cine de Aki es más irónico que reivindicativo. A veces, incluso, tierno. Y además, la gente cambia. Ya lo hemos visto en El Havre.
«No quisiera que mis películas fueran tomadas por algo que no son. En ellas todo está en la superficie, no hay significados ocultos». Palabra de Kaurismäki. Una excelente brújula para navegar por su cine.
Arturo Peris
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