La pintura como memoria (y color) en el cine de Tarkovsky
Tarkovsky (Sacrificio, La infancia de Iván, Stalker) nunca estuvo de acuerdo con esa aproximación que entiende el cine como un arte mestizo, suma de otras disciplinas como la fotografía, el teatro o la música. Sus películas aspiran a un lenguaje propio, connatural, y a una lógica de la poética que se construya en base al recuerdo y a la nostalgia. Como explica él mismo en su propio libro Esculpir en el tiempo:
“En la memoria quedan los objetos y las circunstancias como algo que no tiene unos perfiles absolutamente nítidos, como algo incompleto, casual, sin fijeza. Una impresión así, ¿se puede reproducir con medios fílmicos? No hay duda alguna. Es más, es precisamente el cine, el arte más realista, el que está en condiciones de hacerlo”.
Vemos pues que la concepción de realismo tarkovskiana es muy particular. Lo real en el cine no parte de la recreación fidedigna de la realidad sino de su impresión, la huella o el vaho que deja en el alma:
“Uno va por la calle y allí, con los ojos, se encuentra con la mirada de una persona que pasa. Y esa mirada le llega al fondo. Despierta una sensación inquietante. Le influye a uno en su ánimo, despierta un sentimiento determinado.
Si se reconstruyen con exactitud mecánica todas las circunstancias de este encuentro, si se dota al actor de la indumentaria exacta, si se determina con gran precisión el lugar donde se van a realizar las tomas, con esa toma seguro que no se despierta el sentimiento que se tuvo en el momento del encuentro”.
Esto ayuda a entender que la enorme influencia que tuvo la pintura en su filmografía nunca fue, por propias autolimitaciones, una mera trasposición directa a la pantalla de cuadros determinados. Si se limitase a adaptar principios de composición (y pictóricos, en el caso de las películas en color) se perdería la independencia creativa: pasa a ser una mera imitación de otro lenguaje.
Pero, ¿cómo llega entonces esta influencia? Al observar un cuadro, la disposición de sus elementos formales y su relación con el contenido despiertan en el espectador una respuesta particular, de tipo estético, psicológico o anímico. Para Tarkovsky, el objetivo era realizar el camino contrario, es decir, conseguir esa misma respuesta (o al menos una de su misma naturaleza) usando herramientas puramente cinematográficas.
Por ejemplo, para trabajar la puesta en escena de su tercer largometraje, Solaris, Tarkovsky y su equipo se inspiraron en la obra del pintor renacentista Vittore Carpaccio. A primera vista, sus escenas de puertos venecianos, repletas de gente y objetos, poco tienen que ver con la atmósfera fría y el relato de ciencia ficción que caracterizan la película. Pero lo que le interesa al ruso de los lienzos de Carpaccio es que ninguno de sus personajes parecen interactuar entre ellos o con el escenario; todos están encerrados en sí mismos, generando una atmósfera extraña, metafísica, de no-comunicación. Ésta es la sensación buscada.


Por otra parte, no tenía problema alguno en incluir las propias obras pictóricas dentro de sus películas. La escena de la biblioteca en la misma Solaris se detiene en un cuadro de Los cazadores en la nieve, de Pieter Brueghel. La mirada de la cámara parece deleitarse ante lo que tiene delante, y es precisamente este filtro, el de la mirada del autor, el que dota de un nuevo significado a una misma imagen. No es Brueghel, es Tarkovsky mirando a Brueghel, y por tanto la intención original del cuadro queda reconfigurada, reescrita, para pasar a ser un fragmento de la memoria del director, con un valor más emocional que estético.
A veces pareciera que ni siquiera él mismo es capaz de seguir su metodología a rajatabla. En El espejo, su obra más personal y biográfica, la estampa invernal de uno de los recuerdos del protagonista parece un calco visual a otro de los trabajos de Brueghel, Paisaje de invierno con patinadores y trampa para pájaros. De nuevo, la importancia de este plano no está tanto en su valor formal como en la fuerza psicológica del recuerdo, el recuerdo de un pequeño Andrei admirando dicho cuadro. Aunque parezca una copia, el proceso que lleva hasta este resultado no es la imitación, es un sentimiento que nace desde una cavidad más profunda; ser capaz de hacer algo así requiere de una integridad moral impertérrita, que no caiga en las tentaciones.Tal es el caso de Tarkovsky, alguien que se dedicó en cuerpo y alma al cine, de forma casi religiosa, y que sin embargo nunca dejó de profesar una profunda admiración a la pintura. Andrei Rublev, su biopic sobre el pintor ruso medieval, está rodada enteramente en blanco y negro… salvo en un momento: la aparición en pantalla de su obra maestra, la Trinidad.
Ahora mismo, la Trinidad podría pasar como el recuerdo de un pasado que no entendemos, una exótica pieza de museo. Es decir, con un valor puramente histórico. Pero Tarkovsky decide verla como algo lleno de contenido humano y espiritual (…) que nos es comprensible y está vivo para nosotros, los hombres de la segunda mitad del siglo XX. Por eso es necesario verla a todo color.
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