Inicio Artículos Vestuario y Estilo Llámame Hitch: El estilo de Alfred Hitchcock

Llámame Hitch: El estilo de Alfred Hitchcock

De la fama de genio meticuloso y precisa elegancia que tenía al idear sus películas se hacía eco su atuen­do: parecía más un banquero que un cineasta

El estilo de Alfred Hitchcock
El estilo de Alfred Hitchcock

El estilo de Alfred Hitchcock

Sus amigos le llamaban Hitch y el estilo de Alfred Hitchcock, está en su atuendo, en su personalidad, en sus gustos y todo da pistas sobre su cine.

Cómo llegó Alfred Hitchcock a ser capaz de hacer películas con un es­tilo inconfundible, quizá pue­da entenderse mejor si logramos entrever su lado más humano, ese que solía esconder debajo de la armadura de distinción británica que le pro­tegía de las miradas de los extraños y le ha­cía parecer reservado y distante.

De la fama de genio meticuloso y precisa elegancia que tenía al idear sus películas se hacía eco su atuen­do: parecía más un banquero que un cineasta. Mu­chos creían que llevaba siempre el mismo traje ne­gro, en rea­li­dad azul muy oscuro -”azul francés” lo llamaba Hitchcock-, que misteriosamente parecía siem­pre recién es­trenado, acompañado de una sobria ca­misa blanca y una corbata oscura. Pero con Hitch -nom­bre con el que que­ría que le llamasen sus amigos- hay que ser precavi­dos. Igual que en sus películas, na­da es lo que parece: “Ten­go trajes de todas mis tallas”, co­mentaba divertido, “así si subo o bajo de peso, estoy pre­parado”. El ejército de pantalones y chaquetas a jue­go dormitaba perfectamente alineado en su armario y marcado con grandes nú­meros para poderlos empare­jar fácilmente, sin que el sus­pense que campeaba en to­das sus películas tuviera ca­bida en la elección.

El estilo de Alfred Hitchcock: la elegancia de Cary Grant

El estilo de Alfred Hitchcock

Muchos de ellos habían sido confeccionados en Savi­le Row, la calle de Londres donde se encuentran las sas­trerías que aún hoy son el emblema indiscutido de la elegancia masculina británica. Sus cortes bien estructurados, los tejidos nobles y los acabados impecables construyen una elegancia atemporal con la que so­lo Brioni (la sastrería romana que vestía a Marcelo Mas­troiani) puede competir. Fue precisamente en Kilgour, una de los establecimientos de Savile Row, donde se cortaron muchos de los trajes que Cary Grant llevó en las películas de Hitch. Se dice que al director inglés le hubiera gustado mucho ser como él: “alguien al que to­do le sentaba bien”.

Su corrección en las formas era una manifestación su­til de que su compromiso con el trabajo era inquebranta­ble: nunca se quedaba en mangas de camisa si es­taba ro­dando; le parecía una falta de respeto hacia los que tra­bajaban con él. James Stewart recordaba que en el ro­daje de El hombre que sabía demasiado (1956) en Marruecos, “a 43 grados a la sombra, Hitch ra­ra vez se quitaba su chaqueta negra y apenas se aflo­jaba el nudo de la corbata”. Su porte distinguido obli­gaba al resto del equi­po a mostrarse también respetuoso: solían llevar una corbata en el bolsillo por si te­nían que acercarse a ver­le a su despacho en Universal Studios.

Sin embargo no se jactaba nunca de ser un gentleman y le gustaba bromear con las dificultades que con­llevaba su envergadura: “mi sueño más querido es po­der pasear por la calle, entrar en una tienda y como cual­quier hombre corriente comprar un traje, uno de la percha” y “a ser posible, en rebajas”.

Prueba también de su pasión por el estilo es que des­de que tuvo un poco de desahogo económico, adquirió muchas obras de arte para sus casas de California: el rancho de Scott Valley cerca de Santa Cruz y la vi­vienda de Bellagio Road en Bel Air, un barrio de Los Án­geles lleno de setos y verjas electrónicas tras las que se camuflan las mansiones residenciales de muchas celebridades del cine.

Tenía cuadros de Utrillo, el pintor preferido de Al­ma Reville, su mujer y más leal colaboradora, de los fau­vistas Vlaminck y Dufy y de otros atormentados pin­tores de la escuela de París como Modigliani o Sou­tine. Del visionario Rodin, al que admiraba mu­cho, poseía una pequeña acuarela. Tampoco faltaban las propuestas abstractas de artistas inclasificables como Garache o Soulages, el adalid del color negro.

Una prueba de su gusto refinado era el hecho de que su pintor favorito fuese Paul Klee, un maestro de la su­tileza. De él decía que podría haber hecho excelentes storyboards. Dos de las obras que tenía de Klee eran alegorías de la persecución nazi. La tercera una acua­rela que compró para celebrar el éxito de Alarma en el expreso (1938). Aunque sí había conseguido una Maternidad de la etapa clásica de Picasso, en cambio de Dalí, al que contrató para idear los decorados del sue­ño de Recuerda (1945), no tenía ninguna pintura, ausencia que, hoy por hoy, sigue siendo un enigma.

En el rancho de Scotts Valley brillaba espléndido al sol, en la zona de la rosaleda, un mosaico de azulejos del cubista George Braque que tenía como tema Los pá­jaros y que fue a instalar el artista en persona, mien­tras que en el patio de entrada, un retrato en piedra de su hija Pat que había esculpido Epstein, miraba im­perturbable hacia la bahía de Monterrey.

El estilo de Alfred Hitchcock

De las paredes color vainilla de sus casas -detestaba los papeles pintados a pesar de su origen británico- tam­bién colgaban cuadros con escenas de crímenes y sá­tira social de autores ingleses de segunda fila como Row­landson, que daban un toque burlón al ambiente do­méstico.

Una pintura del rostro de Cristo de Rouault, un pintor al que los nazis tildaron de “artista degenerado”, des­pedía al visitante en el hall de Bellagio Road. Esa san­ta faz de rasgos expresionistas y grandes ojos (el ar­te que nos mira) acompañó a Hitch en los momentos fi­nales de su vida cuando le decían la misa en casa por­que andar le resultaba ya muy difícil. Como había es­tado mucho tiempo alejado de la Iglesia, contestaba co­mo podía a las oraciones, valiéndose del latín que le habían enseñado en el colegio católico al que le llevaron sus padres cuando era pequeño.

Fue precisamente en ese colegio donde empezó a dar­se cuenta de lo mucho que le gustaba dibujar. Así que cuando consiguió su primer trabajo en la “Compa­ñía de Telégrafos Henley” decidió compaginarlo con la asis­tencia a clases de arte en la Universidad de Londres. Cuando en Henley se enteraron de que sabía dibujar le trasladaron al departamento de publicidad pa­ra que hiciera los anuncios de la compañía. Eso le fue muy útil después ya que podía esbozar los storyboards y valerse de sus dibujos para orientar a los acto­res. A Jean Fontaine, por ejemplo, le hizo un boceto que fue la clave para que entendiera bien su papel cuan­do trabajaba en Rebeca (1940). Mostraba la luz en su rostro resaltando la expresión de miedo que evidenciaban sus ojos. El resto era oscuridad total.

Hitchcock, al que también le hubiera gustado mu­cho ser pintor si no hubiera sido cineasta, decía que “ha­cer películas es lo mismo que diseñar la composición de un cuadro: no hay nada accidental”. Un inventor de formas, tal como le definió Rohmer, como no ha habido otro en la historia del cine: ése es el secreto del sutil equilibrio que habita en toda su obra.

Suscríbete a la revista FilaSiete

Salir de la versión móvil