El estilo de Alfred Hitchcock
Sus amigos le llamaban Hitch y el estilo de Alfred Hitchcock, está en su atuendo, en su personalidad, en sus gustos y todo da pistas sobre su cine.
Cómo llegó Alfred Hitchcock a ser capaz de hacer películas con un estilo inconfundible, quizá pueda entenderse mejor si logramos entrever su lado más humano, ese que solía esconder debajo de la armadura de distinción británica que le protegía de las miradas de los extraños y le hacía parecer reservado y distante.
El estilo de Alfred Hitchcock: la elegancia de Cary Grant
Muchos de ellos habían sido confeccionados en Savile Row, la calle de Londres donde se encuentran las sastrerías que aún hoy son el emblema indiscutido de la elegancia masculina británica. Sus cortes bien estructurados, los tejidos nobles y los acabados impecables construyen una elegancia atemporal con la que solo Brioni (la sastrería romana que vestía a Marcelo Mastroiani) puede competir. Fue precisamente en Kilgour, una de los establecimientos de Savile Row, donde se cortaron muchos de los trajes que Cary Grant llevó en las películas de Hitch. Se dice que al director inglés le hubiera gustado mucho ser como él: “alguien al que todo le sentaba bien”.
Sin embargo no se jactaba nunca de ser un gentleman y le gustaba bromear con las dificultades que conllevaba su envergadura: “mi sueño más querido es poder pasear por la calle, entrar en una tienda y como cualquier hombre corriente comprar un traje, uno de la percha” y “a ser posible, en rebajas”.
Tenía cuadros de Utrillo, el pintor preferido de Alma Reville, su mujer y más leal colaboradora, de los fauvistas Vlaminck y Dufy y de otros atormentados pintores de la escuela de París como Modigliani o Soutine. Del visionario Rodin, al que admiraba mucho, poseía una pequeña acuarela. Tampoco faltaban las propuestas abstractas de artistas inclasificables como Garache o Soulages, el adalid del color negro.
En el rancho de Scotts Valley brillaba espléndido al sol, en la zona de la rosaleda, un mosaico de azulejos del cubista George Braque que tenía como tema Los pájaros y que fue a instalar el artista en persona, mientras que en el patio de entrada, un retrato en piedra de su hija Pat que había esculpido Epstein, miraba imperturbable hacia la bahía de Monterrey.
De las paredes color vainilla de sus casas -detestaba los papeles pintados a pesar de su origen británico- también colgaban cuadros con escenas de crímenes y sátira social de autores ingleses de segunda fila como Rowlandson, que daban un toque burlón al ambiente doméstico.
Una pintura del rostro de Cristo de Rouault, un pintor al que los nazis tildaron de “artista degenerado”, despedía al visitante en el hall de Bellagio Road. Esa santa faz de rasgos expresionistas y grandes ojos (el arte que nos mira) acompañó a Hitch en los momentos finales de su vida cuando le decían la misa en casa porque andar le resultaba ya muy difícil. Como había estado mucho tiempo alejado de la Iglesia, contestaba como podía a las oraciones, valiéndose del latín que le habían enseñado en el colegio católico al que le llevaron sus padres cuando era pequeño.
Hitchcock, al que también le hubiera gustado mucho ser pintor si no hubiera sido cineasta, decía que “hacer películas es lo mismo que diseñar la composición de un cuadro: no hay nada accidental”. Un inventor de formas, tal como le definió Rohmer, como no ha habido otro en la historia del cine: ése es el secreto del sutil equilibrio que habita en toda su obra.
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