Milena Canonero: la condesa descalza

· Milena Canonero. Esta mujer, de humor admirable, es muy consciente del privilegio que supone haber podido trabajar con di­rectores visionarios como Malle, Anderson o Polanski. Acaba de ganar su cuarto Oscar.

Sería difícil encontrar a alguien interesado en el diseño de ves­tuario que no aprecie el tra­bajo de esta elegante italiana de trato llano a pesar de su fulgurante éxito: tres galardones de la Academia, a los que se suman ocho no­minaciones y en el 2001 el Costume Designers Guild Award, el reconocimiento más importante que otorga el gremio de figurinistas. Ni si­quiera cuando los evocadores trajes que diseñó para Memorias de África (1985) pusieron de moda el estilo sa­fari, haciendo triunfar en las calles los tejidos de li­no y los colores arena, se atribuyó ningún mérito: “Si cap­tas una tendencia, es que ya está en el aire”, dijo, qui­tándose importancia, cuando la prensa se empeñó en subrayar su logro.

Nacida en Turín, Milena Canonero se forma en la bella ciudad de Génova, donde estudia arte e historia del vestido, con­vencida de la necesidad de cimentar bien su oficio. Su carrera empieza desde abajo en teatros londinenses con producciones más bien modestas. Para entonces ya le gusta el mundo del cine y le resulta fácil hacer amis­tad con gentes de la profesión que frecuentan el tea­tro. Uno de ellos, Stanley Kubrick, le pide que, aun­que no tenga mucha experiencia, le diseñe el vestuario de La naranja mecánica (1971). Para ayudarle a acertar, le presta su cámara Nikon de lente de gran an­gular y la lleva a hacer fotos por las calles de Londres: “él quería que yo entendiera lo que estaba buscando”. El resultado fue perturbador pero marcó toda una época. Stanley le enseñó así a no perder de vista lo que luego será el eje de su trabajo: el concepto que el director tiene de la película, esa idea que es el mo­tor de todas las decisiones irrevocables y que Milena bus­ca siempre para crear después el vestuario que me­jor la hace visible.

Su consagración definitiva llegó cuando ganó junto con Ulla-Britt Soderlund su primer Oscar por Barry Lyn­don (1975), una cinta extraordinaria, entre otras co­sas por la iluminación pictoricista que consiguió Kubrick inspirándose en los lienzos a la luz de las velas de La Tour y los exteriores plateados del gran paisajis­ta inglés que fue Constable. Canonero, convencida de que la reconstrucción exacta e historicista de los tra­jes de época puede fosilizar el pasado y presentarlo aja­do y sin vida, decide para esa ocasión alquilar una fá­brica de aviones abandonada para hacer allí todos los trajes nuevos, utilizando para ello patrones del Victoria & Albert (uno de los mejores museos de indumentaria del mundo) a los que añade después in­geniosos toques aquí y allá, que los hagan más leves. Uti­lizó, además, para los tejidos una paleta de colores más intensa y moderna de la que puede verse en las pin­turas de época, contribuyendo así a alcanzar el objetivo que perseguía todo el equipo artístico: “una visión elegante y subliminal del siglo XVIII”.

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Milena Canonero con su 4º Oscar

A pesar de que el resultado fue deslumbrante, no se afe­rró a esa fórmula, como hacen los creadores mediocres a los que solo les preocupa revivir sus éxitos. En Ca­rros de fuego (1981), de Hugh Hudson, con la que ga­nó su segundo Oscar, aunque vistió los años 20 también con desenvuelta elegancia, como contaba con po­co tiempo, decidió que solo la ropa de hombre sería to­talmente nueva e ideada por ella, mientras que para las mujeres alternaría vestidos antiguos de “stock” (nom­bre con el que se les designa en las sastrerías tea­tra­les a las prendas que se alquilan en sus almacenes) con otros confeccionados ex profeso para la ocasión.


Francis Ford Coppola, alentado por su buen hacer, la llamó cuando tuvo que rodar The Cotton Club (1984) y Tucker: el hombre y su sueño (1988), dos películas don­de la ambientación era determinante si se quería con­vencer al público. Los trajes salieron tan bien que la enroló sin titubeos en la tercera parte de El Padrino (1990). Con él, igual que con Kubrick, Milena se sentía a sus anchas. En uno de los rodajes le hizo tanta gra­cia que todos opinasen, viniera o no a cuento, so­bre las decisiones de Coppola, que hizo doscientas camisetas con el lema “Yo también quiero ser director de cine” y convenció al equipo en pleno para que se las pusieran. Cuando Coppola, que no sabía nada, lle­gó al plató, le dio tal ataque de risa que Milena aún hoy refiere la anécdota con divertido regocijo.

Esta mujer, de humor admirable, es muy consciente del privilegio que supone haber podido trabajar con di­rectores visionarios como Louis Malle, Wes Anderson o Roman Polanski, por citar solo unos cuantos. Lo asombroso es que aunque no se parezcan en nada, Mi­lena siempre consigue identificarse con ellos y acer­tar con lo que tienen en sus industriosas mentes. Cuan­do Sofía Coppola le encargó el vestuario de Marie An­toinette (2006), cinta por la que recibió su último Os­car, como no sabía explicarle bien cuál quería que fue­se el tono general de la película, se le ocurrió llevarle una caja de Macarons de Ladurée. Para Milena fue suficiente. La belleza de los colores de los famosos pas­telillos franceses, que se comió felizmente una vez que cumplieron su cometido, se convirtió en su línea ma­triz de trabajo y, aunque ha explicado que no todo es­tá basado en ellos, “marcaron un camino y fueron una inspiración definitiva”.

Carros de fuego
Carros de fuego

A su capacidad para captar el tono general de una obra añade una infinita precisión en los detalles -tan ne­cesaria en el cine, donde a veces pueden verse hasta las puntadas-, una gran capacidad para investigar a con­ciencia y un sexto sentido para acertar con lo que más contribuye en una prenda a desvelar la vida interior de un personaje. En la caracterización de los protagonistas, además de trabajar estrechamente con el equi­po de filmación, cuenta siempre con la opinión de los actores: como entre todos buscan el “look total” sus trabajos acaban siendo muy coherentes. Es una fabulosa constructora de caracteres que empieza siempre imaginando el maquillaje y el peinado. Nunca ha olvidado el consejo de Kubrick: “me dijo que la cabeza es la parte más visible en el cine y que debería empezar des­de ahí”. Al fin y al cabo, “las películas son básicamente primeros planos”.

Cuando se le pregunta por las claves de su triunfo di­ce convencida que simplemente ha tenido la suerte de trabajar con gente de mucho talento. Lo más admi­ra­ble es que, con la nobleza y la sencillez propia de una condesa descalza, siempre olvida incluirse entre ellos.

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