Marlene Dietrich: No Dior, no Dietrich
· Marlene Dietrich: «No me visto para mí, ni para el público, ni para la moda, ni para los hombres. Me visto por mi imagen».
«Desde las lentejuelas de El ángel azul hasta el frac de Marruecos; de los pobres vestidos de Fatalidad a las plumas de gallo de El expreso de Shanghai; desde los diamantes de Deseo hasta el uniforme norteamericano; de puerto en puerto, de escollo en escollo, nos llega con alas desplegadas un mascarón de proa, un pez chino, un pájaro lira, una increíble y maravillosa Marlene«.
Así presentaba Jean Cocteau, ante el público de Montecarlo, a la cantante berlinesa cuyo nombre «empezaba como una caricia y acababa como un látigo». Fue precisamente en los años en los que aún vivía en Berlín, cuando comenzó a convertirse en el ángel azul oscuro ante el que sucumbiría Hollywood. Cantaba en los cabarets y actuaba en cualquier película que le ofrecieran mientras aprendía a sobrevivir en las trastiendas de la vida canalla.
Cuando Josef von Sternberg la contrató para su película El ángel azul (1930), y el departamento de vestuario le enseñó los vestidos para su papel, se quedó blanca como una pared. Eran vulgares y previsibles. Con la ayuda de Rudolf Sieber, su marido, convenció a Von Sternberg de que le dejase elegir a ella misma el vestuario. Recorrió los tugurios de Berlín donde había trabajado y compró algunas prendas a mujeres de mala fama, que combinó con ropas descabaladas de producciones anteriores. El efecto de la audaz mezcolanza contribuyó, y no poco, al entusiasmo enfebrecido con el que se recibió la película.
A partir de entonces, no dejará que nadie le diga cómo tiene que vestirse. Cuando desembarca en Estados Unidos en 1930, lleva un traje pantalón, nada inusual en el Berlín de los años veinte, pero que para las mujeres americanas es una novedad absoluta que interpretan como un acto de rebeldía, lo que desata en ellas el deseo irreprimible de ponerlo de moda.
En la siguiente película que rueda con Von Sternberg, Marruecos (1930), Marlene vuelve a dinamitar las reglas vistiéndose con un esmoquin masculino. Se anticipa así tres décadas a la genialidad de Yves Saint Laurent, que lo adaptó para las noches de la mujer parisina, harta de enfundarse siempre para las fiestas en lánguidos vestidos.
Pronto esta alemana de cejas arqueadísimas y labios dramáticos se da cuenta de que no triunfará en Hollywood si no reina desde el lamé, las lentejuelas, las estolas de zorro y las boas de marabú. Aprende así a resaltar su sofisticación extrema con el único propósito de que se reconozca su trabajo: «No me visto para mí, ni para el público, ni para la moda, ni para los hombres. Me visto por mi imagen».
En 1941, cuando el público se ha acostumbrado a verla como una estrella inalcanzable, decide bajarse del pedestal para acompañar a las tropas americanas que luchan en Europa. A partir de entonces vestirá como un soldado. «Solo estoy aquí por si queréis oír una canción», les solía decir. Dejaba entonces el uniforme y se vestía como en los viejos tiempos para conseguir que, al menos durante un par de horas, los soldados olvidaran lo lejos que estaban de casa. Su sencillez para ayudarles a pasar los malos tragos de la guerra les desarmaba por completo.
Quizá las fotos más bonitas que se han hecho de Marlene Dietrich son precisamente las de esos días que pasó en el frente. Su belleza expuesta al aire libre, sin ningún artificio, y su carácter alegre resplandecen en ellas con la luz que habita en los que se arriesgan por otros solo porque quieren, sin motivos interesados que enturbien su determinación.
Su voluntad inamovible de no abandonar a los que luchaban contra el nazismo había empezado a madurar mucho antes cuando acogía en su hotel a los judíos exiliados en París.
Llegó a detestar a Hitler, hasta el extremo de que para demostrarle su desprecio, aunque se sentía alemana hasta la médula y amaba mucho a su patria, decidió nacionalizarse americana.
Cuando acabó la guerra le costó mucho tener que volver a preocuparse de su apariencia, pero sabía que no le quedaba otro remedio si quería trabajar de nuevo en el cine. No le fue difícil, porque entendía como nadie la moda de su tiempo y enseguida supo con certeza qué modistas podrían ayudarle a poner en pie de nuevo su elegante displicencia.
Fue precisamente el ya citado Cocteau -el factótum del París de entreguerras- el que le presentó a Christian Dior. Aunque ella tenía un estilo propio y era ya clienta de afamados couturier, desde que asistió al primer desfile de su colección en 1947, con la que se inauguró el new look, se dio cuenta de que Dior había sido capaz de catalizar las aspiraciones de toda una década.
Cuando Marlene, que nunca había recibido ningún Oscar -solo fue nominada una vez por su papel en Marruecos-, fue invitada para entregar el galardón a la mejor película extranjera, quiso contar con Dior para vengarse de la Academia. Corría el año 1951 y el modista estaba en la cumbre de su fama.
Dior solo necesitó saber desde qué ángulo accedería ella al escenario para crear un vestido cuya puesta en escena fuese demoledora. Una vez que conoció las coordenadas, decidió el lado en el que trazaría la raja que dejaría ver una de sus piernas hasta la rodilla. El modo de avanzar de la actriz por el escenario en un «ahora lo ves, ahora no lo ves» convertía su desplazamiento casi en un truco de magia.
El vestido se confeccionó en satén por decisión de Dior y fue de color negro por deseo de Marlene. Un colgante de Cartier, de platino y rubí, y un anillo de brillantes que destelló al abrir el sobre de los premiados que ella debía leer, completaban el conjunto. Al acabar solo se hablaba de Dietrich: con esa pequeña estratagema su visión en azabache había eclipsado toda la ceremonia. El resto de los participantes parecían, a su lado, deslucidos y sin gracia.
Dior no la había defraudado aunque, en honor a la alemana, hay que recordar que ella también le profesaba una lealtad sin fisuras. Un año antes, cuando Dietrich tuvo que interpretar a la protagonista de Pánico en la escena (1950) a las ordenes de Hitchcock, le puso una sola condición: iría vestida de Dior. El director inglés se negó en rotundo porque la película ya contaba con un diseñador de vestuario y no se podía contratar a nadie más.
Entonces Marlene, sin perder esa serenidad que le hacía parecer aún más temible, dijo sencillamente: «No Dior, no Dietrich«.
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