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Rita Hayworth: Nunca hubo una mujer como Gilda

Aunque fue su alegría eléctrica lo que la hizo famo­sa, los que la conocieron bien la recuerdan habitada por una dulzura y una tristeza infinita

Rita Hayworth: Gilda

Rita Hayworth: Nunca hubo una mujer como Gilda

· Eso era lo que los carteles promocionales de la película decían. Y lo que toda la América de la posguerra pen­saba de Rita Hayworth.

Eso era lo que los carteles promocionales de la película decían. Y lo que toda la América de la posguerra pen­saba de Rita Hayworth, una fulgurante pelirroja hi­ja de inmigrantes que había nacido en Brooklyn y que sabía bailar con la lentitud dorada con la que avan­za un animal salvaje.

Aunque fue su alegría eléctrica lo que la hizo famo­sa, los que la conocieron bien la recuerdan habitada por una dulzura y una tristeza infinita. Margarita Car­men Cansino había nacido un sábado de octubre de 1918. Su padre, un bailarín de flamenco, le enseñó a bailar como nadie, pero también le robó la infancia co­mo solo un canalla podía hacerlo. A partir de los tres años le hizo ensayar sin descanso y a los doce le obli­gó a ser su pareja artística en los casinos de Tijua­na. Aunque era aún una niña, la vestían y la pintaban pa­ra que pareciera una mujer diez años mayor. Los abu­sos de un padre, nublado por la bebida, la envolvieron con ven­das de sombra y se volvió silenciosa y re­servada.


Buscando escapar de ese infierno, probó fortuna en Ho­llywood, donde los productores de los estudios la tra­taron como un bien inmueble que podía ser manejado a su antojo. Los hombres con los que se casó prolongaron aún más esa pesadilla en la que deambulaba des­de niña. ”Imagínense lo desafortunada que habrá si­do su vida, para que recuerde nuestra relación como un tiempo de felicidad”, decía Orson Welles, quien la de­jaba sola en casa, por las noches, cuidando de su pe­queña hija para poder estar con otras mujeres con las que decía aburrirse menos.

Un mandamás de la Fox le cambió el nombre -Margarita quedó en Rita– mientras que su primer marido -un potentado que se convirtió en su agente- deci­dió aña­dirle una ‘y’ a Haworht, el apellido de soltera de su madre, una bailarina de los Ziegfeld Follies fa­llecida a los 47 años completamente alcoholizada. Co­mo su be­lleza agitanada le parecía que no encajaba con los gus­tos de la época, hizo que le tiñeran el pelo y con elec­trolisis le ensancharan la frente retrasando el naci­mien­to del cabello. Se encargó de vestirla, de ha­cerla adel­gazar, de llevarla a los locales de moda y de llamar la atención de la prensa hasta que, por fin, la Columbia decidió contratarla.

Con ese pasado, cuando en 1946 Rita tuvo que interpretar a Gilda en la película que dirigía Charles Vi­dor, lo hizo con una facilidad tal que daba escalofríos: “me sentí mas viva dentro de esa mujer que en ningu­no de los papeles que interpreté en mi carrera”. Un per­sonaje que aunaba fuerza y debilidad, inocencia ab­soluta y estratagemas de mujer fatal. Fue Jean-Louis, el diseñador francés de la Columbia, que ya ha­bía trabajado en otras películas con ella, el que se en­cargó del vestuario que tendría que evidenciar esa com­pleja alquimia.

De todos los vestidos que le hizo, el más memorable fue el de satén negro con el que cantaba en el casino Put the blame on Mame, para poner en pie la quintaesencia de una mujer perdida, la única salida que le que­daba para escapar de aquella situación demencial a la que el resentimiento de Johnny Farrell (Glenn Ford) la había encadenado.

Enfundada en ese vestido adornado con solo una lazada ancha en la cintura y una raja enorme, Rita pare­cía una diosa del cine negro, una versión en noir del em­blema de la Columbia. El vestido, que fue cosido por la sobrina de Jean-Louis, remarcaba su silueta escultural, esta vez modelada por un corset. Rita, que era esbelta y bien proporcionada, no tuvo más remedio que llevarlo por haber dado a luz hacía solo unos me­ses a Rebecca, la hija que había tenido con Welles.

Gilda

El escote dejaba al descubierto los hombros sobre los que caía el pelo caoba en marejada. Los guantes ne­gros hasta el codo completaban el golpe de efecto del conjunto. Jean-Louis dijo haberse inspirado en el re­trato de Madame X (1884) del pintor John Singer Sar­gent que, como la película, fue un escándalo en su épo­ca por tener uno de los tirantes del vestido ya baja­do, anticipación que el pintor tuvo que reparar -volviéndolo a pintar en su sitio- por leerse entonces como un signo inequívoco de lo mismo que los espectadores de la posguerra interpretaban cuando Gilda se quitaba uno de los guantes.

El vestido sirvió después para el casting de las nuevas estrellas de la Columbia como Kim Novak. Parece que con tanto trajín se acabó extraviando y cuando Dia­na Vreeland organizó en el Metropolitan de Nueva York la exposición “Romantic and Glamorous Hollywood Design” (1974), tuvo que encargar a Jean-Louis que lo recrease para la ocasión. El vestido, que colgado po­día no parecer gran cosa, se transformaba en un trallazo fulgurante con la cadencia que le imprimía Rita, una bailarina como no se había visto antes en Hollywood. Fred Astaire, que la adoraba, siempre decía que ella había sido su mejor pareja de baile.

Glenn Ford también le profesaba una devoción absoluta. Gracias a ella pudo interpretar a Farrell en la pe­lícula. Rita confiaba en él plenamente y dio la cara an­te los productores para que le contrataran. Cuando en los años 70 Rita empezó a perder pie y los síntomas de alzheimer se enseñorearon por completo de su me­mo­ria, Glenn, que la había querido mucho, le enviaba flo­res todos los días con una cálida nota escrita a ma­no y entonces parecía que ella recordaba.

Gilda (Charles Vidor, 1946)

Y es en ese final de Rita, que parece aún más oscuro y terrible que su principio, cuando la luz acaba abriéndose paso. Escribe Christian Bobin que también vio a su padre apagado en sus últimos años por el alzheimer: “Su infancia prometía infinitamente más luz que la de estas flores. ¿Y ahora? (…) Pobres, pobres llamas va­cilantes, estrellas que balbucean. Lo que tienen es­tas personas de adorable es que están vivos a pesar de to­do, a pesar de ellos, y los más estragados son los más regios. He visto el oro en la nada, rostros que son jo­yas tirados al lodo. Acabaremos todos hechos migas, pe­ro esas migas son de oro, y un ángel, cuando llegue la hora, trabajará con ellas y hará un pan nuevo”.

Mien­tras llega esa hora, las imágenes de Gilda seguirán lle­gando a nosotros como fabulosos restos de un naufragio, esquirlas de oro que no han perdido un ápice de su luz.

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