Sandy Powell, una diseñadora casi perfecta en todo
A Sandy Powell, la diseñadora preferida de Martin Scorsese, su madre le hacía siempre la ropa. La buena señora, sin saber las consecuencias que iba a tener aquello, le enseñó a utilizar la máquina de coser cuando aún era muy pequeña. Empezó haciendo vestidos a sus muñecas y ahora tiene, en algún lugar de su casa de Londres, tres Baftas, tres Oscar, y tantas nominaciones al mejor diseño de vestuario que ya nadie se preocupa de enumerarlas.
Aunque empezó, como tantos otros figurinistas, estudiando en Central Saint Martins, se dio cuenta de que el trabajo no iba a ir a buscarle a la salida de clase. Como en Londres iba mucho al teatro, decidió que si le gustaba el vestuario se acercaría a saludar al diseñador y le diría que si podía ayudarle en algo. Su audacia le permitió conocer y aprender de Lindsay Kemp, un famoso coreógrafo que dio muchas claves a David Bowie para construir el aspecto de su inolvidable Ziggy Stardust. Fue el primero que la contrató.
Ya desde sus primeras películas, Powell trabaja con el mismo método: deja que la intuición tome las decisiones importantes. Mientras lee despacio -y a fondo- el guion, va imaginando los colores y tejidos que van a rimar mejor con la historia. Solo después investiga la época y hace los reajustes necesarios. Una vez que está todo en marcha, pide al director que le presente a los actores para estudiar su complexión física y su tono de piel. Es entonces cuando dibuja los figurines, aunque dejando el resultado en suspenso hasta la prueba final, donde se asegura que todo lo que ha imaginado funciona perfectamente.
La primera colaboración con Scorsese llegó con Gangs of New York (2002), un trabajo especialmente difícil, para el que había pocas fuentes históricas y que hacía necesario distinguir, en cada plano, a las bandas que se oponían. Lo logró con pañuelos y sombreros distintos para cada facción y remarcando las diferencias en los peinados. Conseguir dar sensación de precisión histórica en esa cinta, con un montón de ropa inventada, fue toda una hazaña.
También con Scorsese trabajó años más tarde en La invención de Hugo (2011), una cinta que tiene las mismas tonalidades desvaídas que las primeras fotos autochrome de los hermanos Lumière. Para esa película tuvo que vestir a hordas de extras moviéndose de aquí para allá en la estación de tren: necesitaba tejidos que se mezclasen camaleónicamente con los escenarios para no distraer al espectador de la acción principal. Como tenía poco tiempo, lo solucionó rebuscando en los mercados de pulgas de París y Londres. Un ejemplo del ingenio que hay que derrochar cuando se trabaja en grandes producciones.
Vestir La invención de Hugo fue la mejor preparación para uno de los encargos de mayor responsabilidad que le han hecho: El regreso de Mary Poppins (Bob Marshall, 2018), un musical que va encendiendo alegres y cálidas luces en un presente grisáceo y saturado de problemas.
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