Vestuario Casablanca: Tú vestías de azul, los alemanes de gris…
Vestuario Casablanca | Las paredes encaladas de Casablanca, que se recrearon en el estudio, funcionaban maravillosamente con el algodón haciendo más luminosas las escenas y la sencillez de los trajes resaltaban aún más la fuerza dramática de los caracteres.
“Cinco días después de Pearl Harbour, encontré sobre mi mesa de despacho un guión que estaba destinado a ser mi empresa más ardua, mi película más célebre y una leyenda que se mantiene hasta ahora mismo”. Ya sabía Hal Wallis, al escribir estas líneas en sus memorias cuarenta años después del estreno de Casablanca, que aunque él no fuera recordado su obra le sobreviviría.
Y es que si hay una película en la que se encapsule el estilo de una época esa es Casablanca. Dirigida por Michael Curtiz (Robin de los bosques, Camino de Santa Fe) en 1942, ninguna otra representa como ella la forma en que se vestía la gente en esos años. El realismo de sus trajes, sobrios y sencillos, contribuye, en no pequeña medida, a que todo nos parezca perfectamente creíble.
Wallis, que era el productor y que, como era habitual en el Hollywood de entonces, tomaba todas las decisiones importantes de la película, no quería que el vestuario detuviese ese viento a favor y ordenó que bajo ningún concepto se sobrepasasen ni una sola de las restricciones sobre tejidos que la guerra imponía. Eran tiempos difíciles y actuar de otra forma hubiera sido además una afrenta a todos los que sufrían las penurias del conflicto.
Todos los vestidos del elenco femenino se hicieron de algodón y no de seda o lana, como era habitual antes de empezar la contienda. Hasta los guantes de Ingrid Bergman fueron realizados de acuerdo con las normas, sin adornos de ningún tipo. Cada ahorro fue descrito minuciosamente en las notas de prensa que la Warner enviaba a los medios ganándose con ello, antes del estreno, las simpatías del público americano tremendamente conmocionado por las noticias que llegaban de una Europa devastada.
Esa sobriedad en los tejidos y en las hechuras no socavaron, ni mucho menos, la fuerza de la cinta. Al contrario. Las paredes encaladas de Casablanca, que se recrearon en el estudio, funcionaban maravillosamente con el algodón haciendo más luminosas las escenas y la sencillez de los trajes resaltaban aún más la fuerza dramática de los caracteres.
Juntos se atrevieron a descartar sin contemplaciones los trajes que propuso, el ya por entonces afamado, Orry-Kelly, jefe del departamento de vestuario de la Warner. Australiano de nacimiento, había iniciado su carrera en Broadway de donde le había rescatado su amigo y compañero de piso Cary Grant para llevarle a Hollywood donde llegaría a ser uno de los pilares de la profesión.
Después de ver el test de vestuario para el primer traje de Ingrid Bergman, acompañado de largos guantes blancos hasta el codo, Wallis le dijo a Curtiz: “Tratan de escapar del país. La Gestapo está detrás de ellos. Son refugiados que van de país en país. No van al café de Rick a alternar. No tiene pies ni cabeza que Ilsa aparezca como si llevara todo su guardarropa encima”. Tampoco le gustaron los trajes de la protagonista para la parte de París que le parecieron demasiado satinados. Así que se armaron de valor y le comunicaron a Orry-Kelly que lo sentían mucho, pero que había que tirar todos los trajes y hacerlos de nuevo.
O. Selznick puso algunas pegas a los zapatos blancos que llevaba en la salida al bazar que, según él, le hacían los pies muy grandes y a la falda de rayas del flashback porque le parecía que le engordaba por detrás. Pero cuando se enteró de que Wallis había dado indicaciones a Perc Westmore, una institución en el departamento de maquillaje de la Warner, para que Bergman llevara el pelo suelto como en Intermezzo (Ratoff, 1939), la película que la había lanzado a la fama, no volvió a dar más la lata.
Había sido precisamente O. Selznick el que, cuando la actriz sueca llegó a Hollywood con sus dientes torcidos y sus ojos marrones, le dijo: “No te preocupes. Yo no voy a cambiar nada. Serás la primera actriz natural de Hollywood”. Todo en Bergman carecía de artificio: era altísima sin tacones (Humphrey Bogart tuvo que llevar alzas en los zapatos en algunas escenas para no parecer un liliputiense a su lado), no usaba casi maquillaje y tenía unos ojos enormes que no perfilaba ni destacaba como las actrices de su época. Era tan clásica que parecía atemporal.
Su aspecto en París era más invernal, pero igualmente sencillo: falda recta y blusa blanca, fácilmente imitables por las mujeres en los años de guerra. Y, eso sí, al menos un vestido para bailar con Rick en los días felices, cuando ella iba de azul y los alemanes llegaron vestidos de gris y lo ensombrecieron todo.
De todos los conjuntos es el traje sastre del aeropuerto el que más recordamos como el epítome del estilo de los años cuarenta: chaqueta de hombros resaltados, amplios bolsillos de plastrón con solapa y una falda recta por encima de la rodilla que deja ver unos cómodos zapatos muy prácticos. Una lección que demostraba que la elegancia era compatible con la funcionalidad y de la que se tomó buena nota en la época.
El papel de Rick, atormentado pero de apariencia imperturbable, fue definitivo en la carrera de Bogart (El sueño eterno, La mano izquierda de Dios, El cuarto poder, El halcón maltés). Hasta entonces apenas había pasado de ser un secundario de lujo. Wallis estaba encantado con el Rick que había logrado dibujar el actor: un americano lacónico de sonrisa audaz que rozaba el cinismo y que, tras el humo de un cigarrillo y las copas a las que se aferraba, emboscaba una gran nobleza de alma.
Como no querían que Viktor Lazlo hiciera sombra al personaje de Rick, se decidió que no llevase smoking. Así mientras Bogart llevaba una impecable chaqueta blanca y pajarita negra, elegante a más no poder, Lazlo iba con un traje ligero de solapas anchas y zapatos spectator muy de moda entre las gentes de mundo, pero no tan de etiqueta como los de Rick.
En París, Bogart viste un traje de raya diplomática, que ya había usado en El halcón maltés (John Huston, 1941), con una pequeña flor en la solapa, un símbolo de la felicidad que lo embarga. Ese tipo de traje le gustaba tanto a Bogart que lo llevó después, también con esa pequeña flor y el pañuelo de tres puntas en el bolsillo, en los días felices que vivió junto a Lauren Bacall.
Para las escenas de separación irrevocable, primero en la estación de París y luego en el aeropuerto de Casablanca, Bogart usa una gabardina confeccionada por la casa Burberry con un estilo que ha hecho fortuna: el cuello subido y el cinturón en vez de trabado con la hebilla, anudado con la determinación y la prisa con la que se ataría una parka un soldado a punto de entrar en combate.
La música de Sam suena de fondo y el espectador presiente que ya no tiene escapatoria. La película ha sido para muchos “el comienzo de una bella amistad” con el cine más clásico. Wallis, que añadió esa frase de su puño y letra al final del guión, quizá nunca sospechó que la amaríamos tanto.
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