Víctor Erice, topografía visual y referencial

· El espíritu de la colmena (1973), a pesar de ser su primer trabajo, encuentra a Victor Erice con un manejo absoluto de la iluminación y el color. La película entera parece estar sumergida y conservada en ámbar.

⇒Crítica de Cerrar los ojos, de Víctor Erice

«Toda organización de formas en el interior de una superficie plana, de­limitada, deriva del arte pictóri­co. En cierto modo, la evolución del cine, a partir del momento en que este alcanza la categoría de len­guaje artístico, no adquiere su ple­no sentido si se la separa de la pin­tura. De ahí que sea necesario es­timar el lugar que el uno ocupa al la­do de la otra en la historia de las for­mas visuales de representación, a la cual aportan unas experiencias mar­cadas por una misma necesidad on­tológica: fijar las apariencias de la realidad para así liberarlas del carácter inexorable del tiempo» (Víctor Erice).

Uno de los posibles peligros a los que pudiera enfrentarse el espectador que descubre por primera vez la obra cinematográfica de Víctor Erice sería el de la impresión de que su trabajo esté más arrimado a códigos y herencias culturales extranjeros. Al fin y al cabo, el reconocimiento a su labor es inmensamente más reconocido en países vecinos como Francia, e incluso no es complicado encontrar sus títulos en los listados de mejores películas de lugares tan alejados como Japón, donde El espíritu de la colmena figura como una de las cintas favoritas de Satoshi Kon, cuyo campo ni siquiera es el cine de acción real sino la animación. Es especialmente sangrante la relación de Erice con la industria española, que ha entorpecido una y otra vez sus proyectos, y a la que se puede considerar directa culpable de una filmografía tan reducida y que, sin embargo, parece inagotable en su análisis y capacidad de influencia.

Pero el cine de Victor Erice es irremediablemente español. De cada uno de los espacios entre planos se desprende el aliento de una España, una muy particular, que es la del desencanto, la de las grandes promesas truncadas por los eventos de nuestra historia reciente y de los sueños devenidos en monstruos de los que ya fuimos advertidos por Cervantes. Como Don Quijote, los personajes de Erice son idealistas y soñadores, que proyectan un futuro o un pasado (y casi siempre ambos a la vez) en artefactos de imaginación como el cine o las postales de una misteriosa ciudad llamada Sevilla.

Por supuesto, y como es obvio, el director se apoya en la tradición pictórica nacional para dar cuerpo al apartado visual de su cine, e incluso cuando extiende la mirada y se fija en grandes artistas de otras regiones logra mantener de alguna forma la sensibilidad, ese tipo de apreciación singular tan autóctona y propia de esos personajes soñadores, que observan con pasión y con cariño y con cierto temor, papel que él mismo acaba interpretando en El sol del membrillo (1992).

El espíritu de la colmena (1973), a pesar de ser su primer trabajo, encuentra a Erice con un manejo absoluto de la iluminación y el color. La película entera parece estar sumergida y conservada en ámbar, y tanto los fuertes contrastes lumínicos como los tonos ocres y terrosos que predominan en la casa de Isabel y Ana recuerdan a los bodegones de Zurbarán. La gama cromática acentúa esta idea de infancia embalsamada, y sobre todo de un tiempo irreal y casi fantástico, que es el tiempo del recuerdo y la memoria, un atardecer ininterrumpido donde lo que queda conservado, al igual que en los cuadros de Johannes Vermeer, no son los grandes acontecimientos sino esos pequeños momentos de apacible cotidianeidad. Ese fantasma dorado, que se aparece ante Ana en una escena que aún pone los pelos de punta, es el contrapunto a la inminencia de la muerte que hace acto de presencia, primero de forma amable a través de la ficción del cinematógrafo, y luego con manifestaciones más truculentas. Pero siempre queda el amarillo, el último color que le fue infiel a Borges en su progresiva ceguera.

Un elemento que también aparecía en El espíritu de la colmena, pero que llega a concretarse y a adquirir un peso relevante en El sur (1983), el siguiente largometraje del director, es el frío. Un frío geográfico, proveniente de la zona en la que se sitúa la narración, y que es condicionante y consecuencia simultáneamente de un frío interior, el de Estrella y, sobre todo, el de su padre Agustín, que es víctima de la melancolía y la añoranza de las cálidas tierras a las que hace referencia el título.

La película empieza con un plano completamente negro en el que poco a poco va entrando la luz, dando forma a los objetos y volúmenes de lo que rápidamente descubrimos es una habitación donde duerme Estrella. Y a pesar de permitir esta irrupción de luz, la penumbra nunca termina de abandonar a los personajes de El Sur; la sombra que les rodea los aísla del fondo y resalta sus figuras, como en el célebre chiaroscuro de Caravaggio y posteriormente Rembrandt.

Pero estas comparaciones, que quedan tremendamente reducidas a una enumeración de similitudes en cuanto a gestión de la luz, la composición, el encuadre y la puesta de escena, son la superficie de una conexión mucho más esencial entre ambas disciplinas, o al menos así lo entiende el propio Victor Erice: «más importantes me parecen otras [relaciones], de carácter subterráneo, presentes desde los orígenes, pero que han aparecido a medida que el cine, a la par que se hacía adulto, se ha ido definiendo como medio de conocimiento, interrogándose sobre los límites de sus prácticas, y asumiendo los caracteres de una determinada modernidad».

Es en El sol del membrillo donde las relaciones subrepticias entre cine y pintura se presentan con más transparencia. Al registrar el proceso creativo de Antonio López mientras pinta el membrillero de su jardín, Erice no sólo establece una relación de reciprocidad entre el objeto grabado y la cámara sino que hace una apología al gesto sobre el artefacto. El acto de crear como algo vivo, en movimiento, interrumpido constantemente por la realidad, que es todo lo demás. Es imposible capturar el membrillero tal y como es, al igual que es imposible embalsamar el pasado en El espíritu de la colmena. Pero en cada pincelada (y en cada plano) algo queda, un peso o un sedimento que volará con la menor brisa del viento pero en el que cabe una vida entera (canta Sergio Algora: «no pesa más de un gramo/todo lo que amo»).

«Los pintores y los cineastas no han dejado de observarse, quizás porque han tenido más de un sueño en común -entre otros, capturar la luz-, pero, sobre todo, porque, como señaló André Bazin, su trabajo ha obedecido originalmente a un mismo impulso mítico: la necesidad de superar el tiempo mediante la perennidad de la forma; el deseo, totalmente psicológico, de reemplazar el mundo exterior por su doble» (V. Erice).

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