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10.000 noches en ninguna parte

Con una buena idea y un guión sólido, a Salazar le hubiera salido una película notable en lugar de un constructo de humo envuelto en vistoso celuloide

10.000 noches en ninguna parte

10.000 noches en ninguna parte: Hermosa vaciedad

10.000 noches corresponden a 27 años, los que Ra­món Salazar tenía cuando empezó a dirigir Piedras, su primer largometraje. La historia de Equis, un adulto ni­ño, un Peter Pan anodino como su nombre, atado a una madre alcohólica y a un pasado traumático, que bus­ca refugio en la imaginación de las vidas que podía ha­ber vivido, tiene mucho de autobiográfico, sobre to­do por la aceptación de elecciones y descartes vitales, que es algo que preocupa bastante a Salazar cumplidos los cuarenta.

En este tiempo, ha dirigido una película prescindible y ha guionizado un par de filmes taquilleros (Tres me­tros sobre el cielo, Tengo ganas de ti), cuyos réditos le han permitido autofinanciar una película que ha requerido tres años de rodaje, una complicada postproducción y un largo peregrinar por distribuidoras.

Sobre esta premisa, la de que las vidas que no llega­mos a vivir nos acompañan, que nos esperan en algún lu­gar y acabarán por resumirse o recapitular en una, el director malagueño construye un relato en el que el protagonista realiza un viaje emocional a través de tres escenarios europeos que funcionan como compartimentos estancos: Berlín, París y Madrid. Tres ciudades y tres historias -de sexo libertino, de amistad in­fantil truncada, y de cruda realidad- contadas en narrativa no lineal y estética de realismo mágico.


De haber tenido una buena idea, un argumento y un guión sólido, a Salazar le hubiera salido una película notable. Tiene destellos de creatividad, una bella fo­tografía de Miguel Ángel Amoedo, María Barroso y Ricardo de Gracia, con un inteligente uso de la luz que varía según la ciudad -oscura y enfermiza en Madrid, saturada y vivaz en París, y desvaída y nostálgica en Berlín-; acompañada por movimientos de cámara evo­cadores que vuelan sobre el espectador y hasta lo rozan. La música de Iván Valdés y la propia actriz Najwa Nimri encaja con el tono onírico, y los actores, so­bre todo Lola Dueñas -en un papel que sortea el ridículo con su candidez- y Susi Sánchez -viciosa y frágil a un tiempo-, llegan a conmover.

Hay quien la ha comparado osadamente con las pelí­cu­las de Terrence Malick, pero el parecido es como el de un huevo a una castaña. La densidad antropológica del director tejano brilla por su ausencia en Salazar.

No hay arco de transformación en el personaje de Ger­trúdix, que está muy bien en su impavidez pero no re­sulta creíble. Y los actores -que han interpretado a cie­gas, sin conocer el guión completo- están desmedi­dos por exceso de artificio.

El resultado es pretencioso, poco verosímil, de final pre­visible. Salazar ha escogido un planteamiento hue­co, inmanente, ensimismado, y ha partido de la libertad creativa que le otorga el trabajo con biografías, y un guión minimalista, reescribiendo continuamente y con­fiando casi todo al montaje. En lugar de una película le ha salido un constructo de humo envuelto en vis­toso celuloide. Dista mucho de llegar a ser, como al­guno de sus actores dijo, una película de almas.

Ficha Técnica

  • Fotografía: Miguel Ángel Amoedo, María Barroso, Ricardo de Gracia
  • Montaje: Abián Molina, R. Salazar
  • Música: Iván Valdés, Najwa Nimri
  • Duración: 84 m.
  • Distribuidora: Elamedia
  • Público adecuado: +18 años (XD)
  • Estreno en España: 9.5.2014

España, 2014. 

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