Al límite: La muerte viaja en ambulancias blancas

Dicen que Scorsese rueda sus películas sometiéndose a una obligada alternancia: una para él, otra para ganar dinero. Las simplificaciones son eso, simplificaciones; pero con frecuencia pueden dar pistas para ir un poco más allá. No veo yo Bringing out the dead -aquí maltratada por la distribuidora con el patético título de Al límite– como un producto alimenticio. Si lo hubiera sido, tendría muchas más concesiones a la galería. Por otro lado, para ser una obra personal, o si lo prefieren una reivindicación de la condición de Autor de Scorsese, percibo defectos, apresuramiento y ligerezas achacables a un deseo de comercialidad que desdicen de una historia preñada de posibilidades dramáticas sin cuento.

De entrada, vaya por delante, que la película engancha y seduce. Para los distintos nombres de la ficha técnica y de la ficha artística mi asombro ante el trabajo bien hecho, muy bien hecho. Música, fotografía, dirección artística, actores, diálogos, situaciones, movimientos de cámara, tratamiento de la luz, rodaje nocturno, encuadres, puntos de vista. Todo es soberbio. La elección de Nicholas Cage es muy acertada, porque aquí De Niro hubiera encajado a martillazos. Mención aparte merece el montaje, que siendo sencillamente excepcional (Scorsese vuelve a contar con la viuda de Michael Powell, el de The red shoes) se ve ensombrecido por el tonto recurso a los prescindibles rotulitos que informan del paso del tiempo. Scorsese sigue demostrando un vigor inconfundible para arrancar películas: te mete en la historia desde el minuto 1. Ustedes se preguntarán cómo se las va a apañar este cargante comentarista para ponerle peros a una película aparentemente redonda. Mi trabajo me ha costado aterrizar esa sensación similar a la que se apodera del melómano cuando afirma, a la salida de un concierto: «Muy bien, pero el clarinete solista y las tubas no estaban a la altura».

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El guión de Schrader es muy vigoroso pero adolece de una enfermedad endémica, que asola buena parte del panorama cinematográfico norteamericano: engolfarse en secuencias maravillosamente contadas, y olvidarse de la trascendental importancia del modesto pero trascendental hilo, que aúna y engarza en un solo collar tanta perla, que luce más y mejor ensartada en un todo orgánico que flotando en un puré de lentejas.

Varios críticos de coincidimos en señalar los tropezones de directores como Stone, Michael Mann o Ridley Scott en un pedrusco común: las faltas de continuidad, no optar por los necesarios descartes argumentales de subtramas innecesarias y disgresivas, las malas administraciones del sobado manual que determina – perdón por la guasa- la inclusión de clímax, anticlímax, preclímax y posclímax.

Scorsese pone la cámara a la altura de las tripas, pero sabe evitar -casi siempre- el pulp. Tiene su película bocados de realidad, momentos de una grandeza sobrecogedora (el garaje de las ambulancias, la sala de espera del hospital con el policía con perennes gafas de sol, la ambulancia parada en mitad de un puente). Se abordan, con sensibilidad, situaciones durísimas; incluso hay asomos de humor y ternura. Hermosos y terribles son los tumbos de la ambulancia por las malas calles de Nueva York, sacando la muerte de su territorio para depositarla en el Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia, llamado por los enfermeros Nuestra Señora de la Miseria.

La casi totalidad de las invocaciones a Dios suenan a reality show, a remedo publicitario en boca de unos personajes que causan lástima, porque se empeñan en ver a Dios como una entelequia ajena al día a día de los hombres. Por supuesto, no faltaba más, ni una referencia a la abnegada labor de tantos cristianos que ven a Cristo doliente encarnado en el hombre que sufre. Eso no le interesa a Scorsese que, aunque parece añorar sus raíces católicas y su paso por el seminario católico de Nueva York, es incapaz de transmitir la hondura vital de la religiosidad de la gente de a pie. El panorama claustrofóbico que pinta Scorsese, distorsionado por la droga y el alcohol, se parece a un amanecer irreal; una suerte de dique impenetrable, que embalsa unas aguas estancadas. Insomnio y desesperanza que dan apariencia fantasmal a yonkies, prostitutas, predicadores callejeros, adictos al trabajo, drogadictos, bebedores y médicos desbordados por guardias a doble turno. El guiso de la cocina del infierno, en una ciudad de 17 millones de habitantes.

Ficha Técnica

  • Montaje: T. Schoonmaker
  • Música: Elmer Bernstein
  • Fotografía: Robert Richardson
  • País: EE.UU.
  • Año: 1999
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Reseña
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Profesor universitario de Narrativa Audiovisual, Historia del Cine y Apreciar la belleza. Escritor