Rosetta

Esta película ganó la Palma de Oro y el Premio a la Mejor Actriz de Cannes 99, provocando el enfado de un buen número de personas humanas

Rosetta, de Luc y Jean-Pierre Dardenne

Rosetta: ¡Un cubo de café solo!

 Los Dardenne han destilado la historia llegando a un grado terrible de concentración del acíbar, que administran sin miramientos ni respiros, en forma de interminables dosis de soledad, desarraigo, claustrofobia y angustia químicamente puros. 

Esta película ganó la Palma de Oro y el Premio a la Mejor Actriz de Cannes 99, provocando el enfado de un buen número de personas humanas, asistentes al citado Festival-Mercado (lo escribo sin mala milk, pero que se sepa). Para comprender la airada reacción, basta sufrir con Rosetta, haber visto Hoy empieza todo de Tavernier, y saber lo que supone una Palma de Oro.

Los Dardenne se han asomado a 90 minutos de la vida de Rosetta, una joven de 18 años que encaja los golpes sordos de la vida. Rosetta no logra un trabajo estable y malvive con una madre embrutecida por el alcohol. Supongo que los dos hermanos belgas querían comprobar si es posible una suerte de empatía ulcerante entre pantalla y patio de butacas, a la altura de la boca del estómago. A fe mía, que pueden darse por satisfechos. Un arranque prodigioso -la reacción de Rosetta al conocer que ha sido despedida de su enésimo empleo temporal- nos ata a la silla durante 30 minutos de un verismo estremecedor, 30 minutos de vida cruda y amarga masticada a toda prisa. Lo demás, hasta 90 minutos, es la honrada reiteración del desvalimiento y el orgullo herido de Rosetta: luchas en soledad, idas y venidas entre la corriente brutal y ciega de unas olas que quieren engullirla, hacia las profundidades de un mar que se come la costa pedazo a pedazo, con callada voracidad.

El cine se hace de equilibrios, del juicioso empleo de dos herramientas narrativas antónimas entre sí : la síntesis y la elipsis. Cuando el cine toma un paquete de café concentrado y lo mezcla con un dedal de agua, el resultado es un engrudo de una amargura masticable. Los Dardenne han destilado la historia llegando a un grado terrible de concentración del acíbar, que administran sin miramientos ni respiros, en forma de interminables dosis de soledad, desarraigo, claustrofobia y angustia químicamente puros. No me convence una opción tan desnuda y radical. Me quedo con la sabia mesura de Tavernier en esa película impagable y tremendamente eficaz que se llama Hoy empieza todo. Aplaudo a los Dardenne en el desnudo ascetismo de un guión soberbio; me entusiasmo con la humanidad doliente de los intérpretes (merecidísimo el premio a Émilie Dequenne) y una captación fabulosa del sonido; destaco la inteligencia de las localizaciones y de la puesta en escena; me asombra el relato de un ritmo abrupto y tedioso al mismo tiempo. Lo que no trago, en absoluto, es el terco y arbitrario abuso de la cámara al hombro y de una insistencia pueril y perezosa (peajes del furor experimental) en unos enfoques cutáneos en movimiento (ríanse de un Primerísimo Primer Plano), capaces de exasperar al Santo Job.

Eso sí, les aseguro una cosa, que supongo alegrará a los padres de esta película: salí del cine con más ganas que nunca de hacer lo que esté en mi mano para lograr que gente como Rosetta pueda esbozar una sonrisa y ver, cuanto antes, la luz al final del túnel.

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