El congreso

El congreso: A vueltas con la imagen

Al israelí Ari Folman –Vals con Bashir– le gustan los retos. Esta libérrima adaptación del cuento homónimo de Stanislaw Lem fue, sin duda, la pelícu­la más original de las presentadas en el último Fes­tival de Cannes.

Robin Wright -que se interpreta a sí misma- tra­ta de evitar caer en el ostracismo como actriz presentándose a un nuevo proyecto que pretende di­gitalizar a los actores para congelar su imagen y que no envejezcan.

La propuesta de Folman es interesante en el fon­do y en la forma. En el fondo porque, con un libreto bien escrito, la cinta ahonda en cuestiones como la dic­tadura de la imagen o la despersonalización que su­fren algunos actores que, sin llegar a los extremos de la protagonista de la historia, se ven obligados a interpretar papeles ajenos, cuando no opuestos, a sus convicciones, gustos, ideas o intereses. Todo ade­más por un motivo tan banal como la taquilla.

Pero si notable es el fondo, es en su factura visual don­de la película tiene su principal atractivo. Mitad ima­gen real, mitad animación, la cinta es magnéti­ca. Y lo es especialmente en su tramo animado, diseñado en clave absolutamente expresionista.

La película tiene un buen elenco de grandes nombres aunque el peso recae fundamentalmente sobre Ro­bin Wright, presente en casi todos los planos. A la protagonista de La princesa prometida le sienta bien ser un dibujo animado y la historia le permite lu­cirse como actriz de múltiples registros.

Es cierto que la cinta arranca infinitamente mejor que cierra y ése es el motivo de que la película no lle­gue a lucirse. Ni que críticos ni Jurados terminen de apostar por ella. Es cierto que no satisface las ex­pectativas de su genial media hora inicial. Es cier­to que es irregular. Pero no es menos cierto que es una cinta diferente y valiosa en su género.