El insulto: Contexto político

El insulto | Un cruce de malas palabras -y algo más- entre dos hombres desencadena una escalada de tensión mediática, judicial y política que incendia las calles de Líbano. ¿Es algo así creíble? ¿Puede una disputa vecinal terminar en un juicio ante el tribunal supremo y enfrentar a las comunidades cristiana y palestina de un país? Preguntas de este estilo despertaron la imaginación de Ziad Doueiri -cineasta libanés afincado en Francia- hace algunos años cuando, al igual que su protagonista, mojó sin querer a un obrero de la construcción mientras regaba las plantas en su casa de Beirut. Hubo un intercambio de insultos y, al darse cuenta de que el trabajador era palestino, Doueiri le zahirió con un exabrupto terrible. «Quería herirle tanto como fuera posible, y lo logré», admitía el director. Para cuando fue a disculparse, el daño ya estaba hecho. «No podía ni mirarme a los ojos, estaba muy, muy dolido».

¿Qué pasiones despiertan en nosotros determinados insultos? ¿Qué heridas reabren? Está claro que no pueden ser sólo las palabras, ni siquiera las que en la película pronuncia Yasser Salameh, el ingeniero palestino subcontratado para reformar las fachadas de un vecindario de Beirut (y que los subtítulos traducen como «imbécil de mierda» cuando, en árabe, ars significa más bien «proxeneta»). «Señoría, vivimos en Oriente Medio. La palabra «ofensivo» nació allí», dirá en un momento el abogado defensor de Toni Hanna, un mecánico afín al Kataeb o Falange Libanesa, la fuerza política de derechas que tradicionalmente ha vertebrado los intereses cristianos en Líbano. Cuando Yasser se dirige al taller de Toni para disculparse por haberle insultado, este último está oyendo un discurso del histórico dirigente Bashir Gemayel -presidente electo asesinado antes de jurar el cargo en 1982- clamando contra la llegada de refugiados palestinos al país, de esos «que deambulan por el mundo arruinando todo a su paso». En ese momento, ya tenso de por sí, Yasser vacila y Toni lanza un improperio de lo más ofensivo: «Ojalá Sharon os hubiera exterminado a todos», en referencia a la matanza en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, perpetrada en respuesta al asesinato de Gemayel por una milicia cristiana libanesa bajo la mirada impasible del ejército israelí presente en Beirut y su entonces ministro de defensa, el mentado Ariel Sharon.

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Ante tal injuria, Yasser agrede a Toni y este último le lleva a juicio. Sin embargo, en la corte, ambos hombres ocultan los hechos: Yasser se niega a repetir el insulto que encendió su rabia -aún a sabiendas de que revelarlo le beneficia, pues condenaría a Toni por delito de odio-; y Toni se esfuerza por no admitir que Yasser estaba autorizado para arreglar el desagüe ilegal de su terraza que moja a los viandantes cada vez que riega. ¿Resultado? Caso desestimado y vuelta a los tribunales, esta vez, a la más alta instancia de apelación. Y lío en las calles, por descontado.

Un cine marcado por las guerras

¿Creíble? En una entrevista, Doueiri recalcaba que Líbano «es una nación siempre a punto de estallar, un polvorín, que se busca muchas excusas exteriores para la inanición. Que si la culpa es de Israel, o de los refugiados palestinos… En realidad, formamos parte de Oriente Medio, y así somos». La idea de plantear una metáfora de la sociedad a partir de un caso particular no es, ciertamente, novedosa. Tampoco lo es que una película libanesa se haga eco de la guerra civil que asoló al país entre 1975 y 1990 -es una de sus señas de identidad- o, sin más, de los problemas de convivencias entre las múltiples etnias y religiones en Líbano, un país con 18 comunidades reconocidas y un complejo sistema político, nacido del reparto establecido en el pacto nacional de 1943 por el que un cristiano maronita siempre ocupa la presidencia, el primer ministro es suní y el presidente del Parlamento chií. Si bien se trata de un gobierno democrático con elecciones periódicas, en realidad -como señala Goldschmidt en su clásico estudio de Oriente Medio- históricamente Líbano funciona como una oligarquía constitucional: hay pluralismo político, sí, pero en cada uno de sus ocho distritos hay cupos para todos los grupos en función del censo de 1932. Grupos que, en gran medida, son controlados por una serie de familias históricas (los Hariri, los Gemayel, los Jumblat, Chamoun, Frangieh, Karami, Mouwad, etc.) de donde provienen la mayoría de diputados del último medio siglo.

El sistema político libanés se reformó con los acuerdos de Taif de 1989 y, de nuevo, en 2008 para limitar las peleas entre suníes y chíies. Sin embargo -y pese a que para muchos observadores Líbano es un país estable y un buen ejemplo de democracia consociativa- las presiones externas sobre el país son las que hoy dividen a sus grupos políticos, básicamente, entre pro-sirios y anti-sirios. Añádase a ello el peso de la historia reciente y se entenderá la credibilidad de El insulto.

Juan Pablo Serra

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Cine Pensado 2018
 

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