El rey Arturo

Fuqua, Franzoni y Bruckheimer plantean una versión menos romántica del famoso mito, con un sello de oscura y realista historicidad turbulenta

El rey Arturo (Antoine Fuqua, 2004)

El rey Arturo: Grupo salvaje (artúrico)

El director de Training Day y Lágrimas del sol nos ofrece una libérrima versión del mito artúrico, con un guión de David Franzoni, que ya había escrito dos guiones para sendas películas históricas de gran presupuesto, Gladiator y Amistad. Antoine Fuqua (Pittsburg, 1966) ha hecho muchos clips musicales, anuncios y trailers de películas. Al productor, Jerry Bruckheimer (Piratas del Caribe, Black Hawk derribado), le atrajo la idea de contratar a un director capaz de aligerar de romanticismo la leyenda artúrica para conferir a la historia un sello de oscura y realista historicidad turbulenta, tipo Grupo salvaje, un recurso muy de moda en buena parte del cine bélico contemporáneo.

Los historiadores han sostenido durante años que la historia de El Rey Arturo era sólo un mito, pero -dicen con una audacia bastante risible Fuqua, Franzoni y Bruckheimer– la leyenda se basaba en un héroe real, dividido entre sus ambiciones personales y su sentido del deber. Se trataría de Lucius Arturus Castus, un general romano nacido en Britania, perteneciente a la estirpe de los sármatas, unos increíbles jinetes rusos que fueron reclutados por Marco Aurelio. Tras vencerles en una batalla en Viena en el 175 d.C., el emperador les obligó a elegir entre luchar a las órdenes de Roma o morir. La caballería sármata fue enviada a Egipto y Britania. En Britania, mantendrán a raya a los feroces sajones que acechaban la muralla de Adriano.

El ejército de Castus, que contaba en sus filas con Lancelot, Gawain, Galahad, Bors, Tristány Dagonet, destacaba por su dureza y crueldad. Por ese motivo eran odiados y temidos por los nativos Woads, que estaban al mando de Merlín, un misterioso mago que dirigía la guerrilla, que incluía a una bella y aguerrida joven, Ginebra.


En el siglo V d.C. el esplendor de Roma comienza a desvanecerse, el Imperio se derrumba. Las hordas bárbaras atacan las lindes del vasto imperio. En Gran Bretaña, los Sajones se preparan para iniciar su ataque desde el norte y el este. En ese momento, un obispo (!!!!) es enviado desde Roma para encomendar a Arturo y sus caballeros sármatas una última misión, que les proporcionará la tan ansiada carta de libertad que les permitirá volver a Sarmacia.

Una apuesta arriesgada

Fuqua arranca con vigor y vistosidad su historia, que tiene un aire muy similar al de Gladiator, con niebla, barro, y discursos heroicos (ya saben: «hermanos, libertad, fuerza y honor»). A medida que la cinta avanza se acusa la escasa entidad de los personajes, que es sin duda el lastre más pesado de una película con momentos logrados (como la batalla en el hielo), pero desangelada en su inexplicable renuncia al romanticismo y el espíritu de la caballería andante.

Por otro lado, no deja de ser llamativo el sorprendente peso que los autores de la película conceden a la Iglesia Católica en la dirección política del Imperio en el siglo V d.C., una fantasía delirante que llega al disparate al aventurar el pelagianismo de Arturo y su evolución hacia el chamanismo al ser «eliminado» por el Papa el tal Pelagio, que defendía una libertad que la jerarquía católica consideraba peligrosa (!!!!!: Pelagio fue un monje inglés contemporáneo de San Agustín y San Jerónimo, que defendía en clave voluntarismo línea dura que la Gracia no era necesaria para salvarse ya que no existió el pecado original).

La verdad es que uno empieza a pensar que estas movidas de algunos productores judíos –Bruckheimer lo es- dando caña con ocasión y sin ella a todo lo católico son ruines, sobre todo si se piensa en los pollos que montan cada tres por cuatro con su Liga Anti-Difamación… No es mal dato éste: el principal asesor histórico del guión de Franzoni es un tal Edwards, escritor inglés que viene a ser un J.J. Benítez de la vida, aficionado a la cábala, los marcianitos abductores y las historias secretas sobre los hijos de Jesús y demás parafernalia…

En la parcela interpretativa todos cumplen, con mérito especial de Keira Knightley, que tiene que apechugar, la pobre, con una Ginebra andrógina, siempre crispada y a ratos vampira desmelenada. Magnífica la fotografía del polaco Idziak (Azul, Gattaca, Black Hawk derribado). El músico alemán Zimmer (El último samurai, Piratas del Caribe, Gladiator) resultón, como casi siempre.

Ficha Técnica

  • País: EE.UU., Irlanda (King Arthur), 2004
  • Fotografía: Slawomir Idziak
  • Montaje: Jamie Pearson
  • Música: Hans Zimmer
  • Duración: 126 min.
  • Distribuidora: Buena Vista
  • Público adecuado: Jóvenes
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